Mortadela

The poor man must walk to get meat for his stomach, the rich man to get a stomach to his meat.

Benjamin Franklin

La Caracas moderna fue construida por hombres que comían mortadela, muchos de ellos eran italianos que comían este fiambre porque era el más parecido a los salami que comían en su país, además de que era el que podían pagar. Mi abuelo fue uno de ellos. Desde esos días siempre he vinculado a la mortadela con la historia política venezolana. En los cincuenta era —recuerden que esta es mi particular forma de entenderlo—, contrario a la manera despectiva con la que se le vería luego, un signo del progreso atiborrado de petróleo con el que ese gordito disfrazado de general, Pérez Jiménez, creyó que podría adormecernos. Mucho después, habiendo estudiado en un liceo que formaba obreros especializados, la mortadela de los desayunos me explicó, como pocas cosas, el concepto de estratificación social.

            Supongo que por esa temprana formación sentimental es que aún hoy prefiero la mortadela al jamón, aunque eso delate mi alma proletaria. Mi favorita es esa que tiene puntos de pimienta. Si tuviese que escoger mi último bocadillo sobre la faz de la tierra con toda seguridad sería una canilla de pan, no muy tostado, con lonjas muy finas de mortadela y mostaza. Podría despedirme sonriendo con un bocado de eso en la boca.

            Había olvidado el vínculo entre la mortadela y la política. Me habían obligado a olvidarlo de hecho. Y es paradójico porque me lo recordaron los mismos rateros que me habían hecho olvidarlo. Hace pocos días me tropecé con la noticia de que candidatos chavistas al fraude electoral de diciembre compran votos con mortadela. Así, impúdicamente, como una vieja puta que muestra sus carnes ajadas para atraer un cliente al que esquilmarle algo para comer, estos cerdos nuestros han ido a caseríos y barrios a repartir mortadela a cambio de votos. No entiendo bien la necesidad de este comercio, es innecesario: en este momento, a tres meses del fraude, cualquiera puede dar los resultados.

            Tal vez solo se trate de que el chavismo no puede evitar mostrar su inclinación charcutera. Ese rebanar algo y repartirlo en lonjas cada vez más delgadas hasta que no queda nada, esas machas de matarife en el delantal del carnicero, negociar la carne y la sangre. A fin de cuentas su máximo líder es un fiambre podrido. Esos empaques deberían ser marca la Mortadela Galáctica.

Coronel Coraje

Colonel Courage at the grounds

Imagen: hiveminer.com/

He’ll fight for freedom wherever there is trouble, G.I. Joe is there!

 

Fui un niño privilegiado. Tuve juguetes que ninguno de mis vecinos tuvo y que a la mayoría de mis compañeritos de escuela les parecían objetos de otra civilización. El privilegio fue doble, tenerlos y, más importante aún, poder jugar con ellos: en armar esa burbuja, hecha de juguetes, en la que me escondí hasta bien entrada la adolescencia. Así, si dejo de lado los libros, los objetos de mi infancia fueron legos, modelos a escala (con toda la parafernalia de pegas, pinturas, cutters y demás), carritos y muñecos. Solo años después aprendería a llamar a estos últimos action figures, precisamente en el momento en el que dejé de ser un niño. Como tal, como niño, no aprecié en toda su magnitud este privilegio y me atreví a quejarme porque en mi Toys “R” Us personal no había G.I. Joe. Luego, por la brecha generacional, le tocó a mi hermano menor tenerlos. Siempre lo envidié por eso. Con frecuencia jugaba –no tan escondido como debía– con ellos, mi favorito era uno llamado Big Ben, un soldado británico del SAS.

Años después, terminé de ser un niño definitivamente, cuando miré esos juguetes –y las comiquitas– con la teoría crítica, ya saben: algo de Adorno por aquí, un poquito del indigesto Marcuse por allá, y me percaté de la estafa intelectual que era la guerra que los G.I. Joe fingían pelear contra el Comandante Cobra: es la única guerra en la que no muere nadie.

Colonel Courage

Imagen: theangryspider.com/

Obvio: en un programa para niños, derivado a su vez de juguetes –supuestamente para niños pequeños y no para manganzones con acné como yo–, no podía haber muertos o soldados desmembrados como los que los guasones de Adult Swin muestran, manipulando con stop motion, los mismos muñequitos con los que yo jugaba en vez de estar buscando novia.

Esa estulticia de considerar a la guerra como un juego de niños pendejos está muy presente hoy en Venezuela. Como respuesta a la frustración que genera nuestra incapacidad para derrocar la dictadura chavista, una parte de la sociedad, esa que se aglutina en una derecha wannabe, ha asumido el mismo infantilismo –sobre el que volveré al final– de las comiquitas de mis tardes felices, la misma creencia de que las guerras las pelean unos tipos buenos contra unos tipos malos de voz ridícula, o más aun; de que las pelean unos juguetes de plástico o unos dibujos en la televisión. Eso, junto a un liberalismo primitivo, es la ideología de un sector de la sociedad que pretende, gritando desde twitter, forzar una intervención militar que derroque a la narco/genocida/maluca/cruel/malvada dictadura chavista y luego erigir un país sobre las ruinas que quedarán.

Los nombres de los G.I. Joe reflejan como nada el hecho de que están dirigidos a niños: Duke, Rock n’ Roll, Wild Bill, Sneak Eyes, Sgt. Slaughter, Cover Girl, etc.; pero  además muestran un rasgo por antonomasia del militarismo: el lenguaje mutilado que se expresa en monosílabos con frecuencia formados por acrónimos.

También, y esto para mí fue un hallazgo divertido, sirven para describir al calco a esa derecha wannabe venezolana, que ya mencioné, y sobre la que he escrito una o dos entradas en este diario, inconscientemente vinculándolas con juguetes y videojuegos –su infantilismo es su rasgo más acuciante y trágico–, porque uno de los G.I. Joe se llama; adivinen cómo: ¡Coronel Coraje!, no es broma; los soldados –de plástico– que estarán ahí para pelear por la libertad donde quiera que haya problemas tienen un oficial que se llama Coraje, mientras que nuestra derecha aspiracional –aspira a ser Bolsonaro, Trump, Vox, o como el Malvado Ming– tiene una Ruta –no faltaba más– del coraje. Ahora sí podemos ir a jugar mientras vemos comiquitas.

¿No podemos solos?

GI

Imagen: amazon.es

Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse.

Cormac McCarthy. Meridiano de sangre

A donde miro en Venezuela veo adultos infantilizados que asumen como real el universo pop de las películas de acción estadounidenses de los ochenta y noventa, con sus John Rambo, John Matrix, John McClane y demás Johns, eso, aderezado con la estética de los video juegos y la cobardía. Con toda seguridad no es un rasgo exclusivamente nuestro. De hecho tiene sentido que en este momento la sociedad pretenda volver a su infancia –si es que alguna vez la abandonó–, refugiarse en el tiempo en el nada es nuestra culpa y los padres todopoderosos salvan.

Hoy no estamos dispuestos a pelear de verdad por la libertad, siempre queremos tirar piedras, quemar algo, marchar con la cara pintada de bandera y twittear, pero llevar el deseo de libertad a su último estadio agónico, eso no. Derrocar al chavismo no tiene nada que ver, entre nosotros, con construir una transición, acuerdos de gobernabilidad  –que solo tienen sentido si incluyen a los más encarnizados oponentes–, reinstitucionalización, justicia transicional, ni nada semejante; tiene que ver con seals, black hawks, marines, el comando sur, portaaviones y toda la mierda que el peor cine hollywoodense nos ha embutido. Está bien: entre ser libres y hacer ruido, elegimos esto último, como tantas otras naciones hicieron en el pasado y harán  en el futuro. Pero no podemos decirnos eso a nosotros mismos, no podemos llamarnos cobardes ni siquiera en voz baja, no nosotros; los hijos de Bolívar.

Por ello es que desde hace al menos año y medio reeditamos esa tara de nuestro imaginario, la de culpar a otros por nuestro fracaso. Esta vez es la dirigencia opositora, la MUD, o la oposición chavista, no sé bien con cual zarandaja se le moteja en redes sociales. Esa abstracción es un vacío que llenamos con toda las frustraciones, a la que le ponemos rostros disímiles, ora Freddy Guevara, ora Julio Borges y a la que mientras más denostamos más empujamos hacia abajo, dentro de nosotros, nuestra cobardía.

El sábado 29 de julio de 2017 Henrique Capriles y Leopoldo López convocaron a manifestar contra el inminente fraude constituyente, los tweets de López, con los que se arriesgaba a volver a la cárcel, están ahí, no era una llamada más, era –o debió ser– la agonal, la definitiva, pero con la excepción de varias comunidades en los Andes que destruyeron material electoral ese día y el siguiente por lo que pagaron con cárcel y muerte, el país no atendió el llamado; ni siquiera nos paramos con una pancarta pendeja frente a los centros de votación el 30 de julio mientras el régimen fabricaba votos de humo.

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Entre enfrentar la cárcel y quedarnos en casa, fue obvia la elección, pero de nuevo no podíamos –no podemos aún– decírnoslo, así que inventamos la fábula alucinada de que la dirigencia opositora enfrió la calle: ¡Pero si la dirigencia opositora nos pidió desesperadamente que saliéramos a la calle!

Un año y medio después, nuestro infantilismo cobarde encontró un fetiche que usa con fruición: una invasión estadounidense. Esta quimera se acopla muy bien con una sociedad que no desea ser libre porque no tiene la la más mínima intención de ganarse esa libertad, porque aunque no podamos decírnoslo, lo cierto es que el chavismo ya no es popular porque se acabó la renta no porque nos haya hecho esclavos; el chavismo alcanzó el poder porque prometía quitarnos la libertad pero repartir mejor el tetero de petróleo, el chavismo fue sostenido por la mayor parte de la sociedad cuando hacía años que ya no teníamos libertad pero aún quedaban dólares Cadivi.

Hoy queremos que militares estadounidenses –en nuestra insondable estupidez los imaginamos como unos G.I. Joe buena gente que nos van devolver a 1998, esa arcadia en la que el chavismo no existía, solo con un par de misilazos sobre Miraflores– peleen por nuestro sucedáneo de libertad, así, sin vergüenza, impúdicamente, de bravo pueblo, de libertadores de América y demás pendejadas, nos convertimos en adoradores de mercenarios, que para eso tenemos petróleo, para pagarles dos y hasta tres veces. Por eso somos tan cobardes como para insultar a Guaidó.

 

Traumas/Träume

Hopper

Edward Hopper, Excursion into philosophy, 1959

 

Me reía por lo bajo de mi mismo, con una lucidez alegre, conforme iba descubriendo los tópicos, las trampas abstractas y literarias de mi vigilia poblada de sueños. No podía dormir.

Jorge Semprún. El largo viaje

 

En alemán soñar se escribe träumen, obviamente para un hablante de español la palabra –incluso con el umlaut– remite a trauma; por eso cuando cierta jovencita se despide de mi deseándome süße Träume tiendo a pensar que no me quiere como dice porque me envía pesadillas. El juego de palabras viene a cuento porque, que recuerde, anoche tuve mi primera pesadilla chavista. Sé perfectamente que no recordamos la mayor parte de lo que soñamos y parece muy raro que en 20 años este sea mi primer trauma onírico causado por el chavismo, pero ahora mismo no puedo recordar otro, ni siquiera en 2014 o el año pasado. Durante varias semanas de las últimas dos fechas me iba a la cama muy tarde, con los ojos irritados, llorosos, luego de horas de teclear y de leer los partes de la guerra florida que se libraba contra la dictadura; pero recuerdo dormir siempre como un bendito para reiniciar la ordalía al día siguiente.

En mi pesadilla hacía fila. Nada más. Exactamente igual a como hago casi a diario: esperando un autobús, por comida o efectivo, por nada. A donde miraba había otras colas, en todas direcciones, saliendo y entrando de puertas sobre aceras y calles. Solo tenía la sensación de que la mía era diferente porque quienes la hacíamos sabíamos que estábamos condenados a hacerlas. Había una fila –o dos– de chavistas, que alegres, esperaban comida, pero ellos no sabían que estaban condenados.

Salvo por esa certeza de saber, nada era distinto a la realidad, el calor, la sensación de que el tiempo se me escapa mientras espero la nada, saber que solo interrumpiría la cola un rato mientras como y duermo, pero que mi lugar en ella me estaría esperando al día siguiente; todo estaba ahí. Pensándolo bien: saber que la dictadura me tiene preso en una fila tampoco era muy onírico. La verdad es que últimamente no sé distinguir siempre qué es real.

Lentejas

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Imagen: @NTN24ve

 

Compartimos en un restaurante muy sabroso (…) disfrutando con él (Salt Bae).

 Maduro

 

Un personaje de Almudena Grandes en Malena es nombre de tango cuenta que odia las lentejas, su sabor ácido le recuerda la derrota de la guerra civil española porque fueron lo último que se acabó en Madrid durante el cerco de los nacionales. Luego vendría más hambre, más muerte, durante años. Esto me lo hace recordar los paquetes de lentejas que vienen en las cajas y bolsas con las que el chavismo reparte el hambre al tiempo que se lucra en Venezuela. Eso y leer que una mujer en Delta Amacuro solo ha comido lentejas durante la mayor parte de este año. Su marido está preso en Trinidad por inmigrante ilegal.

Sé que hoy para algunos las lentejas son el sabor del hambre, de la guerra clandestina, mientras que para otros es el de las sardinas, el de la pasta turca o el de la harina mexicana de las bolsas de la miseria. Creo que para otros es un sabor imaginario: el de aquello que adoraban comer y ya no pueden. Otros solo tienen hambre: paradójicamente atrapados en la sensación más totalizante no hacen muchas elaboraciones sensoriales. Supongo que en el fondo escribir esto me delata como hipócrita porque puedo hacer elucubraciones intelectuales sobre el hambre, así que estoy bien comido.

No sé cuál es mi sabor del hambre –un caro lujo–, no he definido ese oxímoron porque desde hace meses la comida no tiene el sabor que solía, sin embargo tengo suerte –la suerte que cabe tener aquí–, las lentejas no son mi única fuente de proteínas, solo un recordatorio de que tal vez eso pase; obligándome a huir. También son un recordatorio del asedio y de que al final este puede saldarse con una terrible derrota.

McChávez

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Imagen: listas.20minutos.es/

 

Disfraz: Artificio o vestimenta con que alguien cambia o modifica su aspecto o condición para no ser reconocido.

 

Escribir sobre la naturaleza travestida de Chávez y de ahí del chavismo todo resulta reiterativo, pero tal vez útil: por ser unos disfraces nos condenaron a esta miseria. Seamos honestos; el de presidente fue solo uno más de los disfraces de Chávez, junto al de beisbolista, militar, bandera de Venezuela y su favorito: el de Fidel Castro. Con Maduro la tragedia es que es un disfraz de un disfraz.

El disfraz que me hace escribir esto es un disfraz post mortem –la necrofilia es la otra  afición chavista– y en realidad es viejo, de hace un par de meses: es Chávez disfrazado de médico en un cartón a la entrada de cada servicio del Hospital Militar de Caracas.

No siempre me gusta la equidad de género en la televisión o el cine de hoy. Es posible que sea un troglodita acostumbrado al machismo y el racismo de la televisión de los 70: demasiado SWAT, Starsky & Hutch, Los duques del peligro e incluso Mazinger Z, como para apreciar el cambio en las convenciones de ciertos géneros. De estos, el de las series médicas es uno de mis más entrañables, de ER o Chicago Hope, pasando por El doctorcito (Doogie Howser, M.D.) o Scrubs hasta ese vómito de perro que es House M.D.

Hasta que llegó Shonda Rhimes y mandó a parar. Siendo honestos ella solo ahondó una tendencia que ya estaba en ER –tal vez incluso desde General Hospital–, la de convertir a los médicos de la ficción en modelos de revista dirigiendo la serie a un público exclusivamente femenino, amén de convertir a las mujeres mismas en los personajes centrales –ya no más esas enfermeras a las que el doctor se tiraba–, que ahora son doctoras, salvan más pacientes que sus contrapartes masculinas y compiten con estos a ver quién se ve mejor con tapaboca –y los doctores se siguen tirando–.

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Imagen venezuelaaldia.com/

De ahí el McDreamy, ese sobrenombre de uno de los personajes de Grey’s Anatomy que como repelente nuclear para ratas, disuade a cualquier hombre hetero –no solo homofóbico– de convertirse en fanático de la serie.

El chavismo, como es sabido, apela a los recursos de la televisión: melodrama, animadores estridentes, falsos finales, música pop –¿no Guaco?–. Eso hasta que muestra los dientes con militares y paramilitares asesinado muchachos con tiros en la cabeza. Pero siempre vuelve a su histrionismo, a la utilería.

Por eso, en estos días en los que los pacientes se mueren porque no hay inmunosupresores después de haber esquivado la muerte una vez y haber conseguido un trasplante, alguna Shonda Rhimes criolla –no me imagino a un militar, de esos que disfrazan de ministro de sanidad, en semejante pendejada– decidió que a las puertas del Hospital Militar, cual Sayón irredento, los pacientes al menos se consuelen mirando a su McChávez de cartón.

Fiebre

Fiebre

Imagen: acento-noticias.blogspot.com/

La política es para nosotros una obsesiva pesadilla, sin contornos precisos.

Fiebre. Miguel Otero Silva

 

Es una imagen que había guardado por unos 30 años: la del actor venezolano Lucio Bueno muriendo en una escena de la película Fiebre (1976) de Alfredo Anzola, adaptación de la novela homónima de Miguel Otero Silva (1939) –aunque la reescribió a partir de 1971–.

La novela, virtualmente autobiográfica, retrata a los estudiantes de la Generación del 28; en esa escena que recuerdo, la última, varios ya son presos políticos obligados a construir carreteras como esclavos. A la vera de una de ellas, muere de paludismo Vidal Rojas –el personaje de Bueno– entre el polvo, mientras los demás pican y acarrean piedras.

Ese recuerdo –que no sabía que tenía– me ha estado acompañando desde ayer cuando leí que José Saldivia; un estudiante, preso político secuestrado el 2 de julio de este año en un asalto paramilitar a la universidad donde trabajo, está gravemente enfermo de paludismo en el purgatorio de El Dorado.

Así como yo, todos habíamos olvidado en Venezuela la dictadura –no importa el sátrapa en la que encarne: siempre es la misma dictadura–, habíamos olvidado que militares encapuchados podían meterse en las casas y sacarte a rastras, habíamos olvidado que podían torturar y violar estudiantes después de secuestrarlos.

Como siempre, lo trágico es que ese olvido fue voluntario, escogimos no recordar la barbarie que estaba advertida en la novela de Miguel Otero Silva, pero también en Memorias de un venezolano de la decadencia (1927) de Pocaterra, Puros Hombres (1938) de Antonio Arráiz, Se llamaba SN (1964) de José Vicente Abreu; libros que seguramente José Saldivia ni siquiera sabe que existen.

Arrojamos los grilletes de Gómez al mar, demolimos La Rotunda o la sede de la Seguridad Nacional en Los Caobos; con fruición nos avocamos a la damnatio memoriae de nuestras taras políticas, durante un par de generaciones vivimos nuestra historia como el delirio de una fiebre: imaginando sin recordar, creyendo que habíamos conjurado las pesadillas. Por escoger olvidar vivimos hoy en 1928 y 1952 al mismo tiempo, atrapados en nuestra historia, sin más futuro que huir afuera o dentro de nosotros.

Ahora, por un rato recordaremos –mientras apresuradamente olvidamos de nuevo– que desde siempre nuestra dictadura mata estudiantes no solo a tiros, sino también de fiebre.

Jugando

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La gallina ciega. Goya, 1789. Imagen: es.wikipedia.org/

Don’t move 

U2. Numb

 

En La insoportable levedad del ser, Kundera cuenta cómo en el aplastamiento de la Primavera de Praga los rusos usaron las fotos que habían tomado periodistas y particulares mientras los checos celebraban sus breves días de libertad para luego cazarlos. También narra cómo las checas con sus minifaldas enloquecían a propósito a los soldados del ejército rojo, ese que había violado a dos millones de alemanas al final de la Segunda Guerra Mundial.

Para los checos era un juego; impregnados con el espejismo del espíritu contestatario de Occidente, retaron al totalitarismo y fueron derrotados. No es casual que lo recuerde por estos días: vivo en Venezuela. Aquí también hemos estado retando al totalitarismo, al cubano en este caso, que por mampuesto de sus lacayos chavistas ha asesinado a más de 100, detenido a más de 5000 (de los más de 1000 que permanecen presos la OEA considera a 620 como presos políticos) y herido a innumerables venezolanos solo en los últimos cuatro meses.

Pero nosotros también estamos jugando luego de casi 19 años de peste roja. No podía esperarse algo distinto de una de las sociedades más inmaduras del mundo, esa que eligió a un militar felón y ratero y cuya vanguardia hoy, en las manifestaciones, son muchachos con escudos de los Avengers, alucinados desnudos o doñitas con rosarios.

Esa estupidez genética del gentilicio es la que explica la postración luego del fraude del 30 de julio. Como cuando el niño malcriado pierde: tira los juguetes, amaga una pataleta y dice “no juego más”. No seguimos la convocatoria de Capriles y Leopoldo López, ni tomamos los centros de votación del fraude, pero sí queríamos que los militares, esos árbitros inmundos a los que tratamos de sobornar impúdicamente con monedas que no quieren: democracia y decencia; pitaran penal en el último minuto.

Como no nos salvaron –creo que están ocupados asesinando y robando–, a partir del 31 nos rendimos –¿eso fue todo lo que duró la resistencia de nuestros espartanos posmocaribeños?–, le rezamos al sagrado corazón de Jesús y aceleramos los planes para irnos a pasar hambre en Bogotá, Lima o cualquier otra ciudad latinoamericana a la que hasta hace poco, en nuestra arrogancia de nuevos ricos petroleros, considerábamos un arrabal incomparable a nuestra sucia, peligrosísima y marginal Caracas.

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Imagen: sienteamerica.com/

No podemos engañarnos y asumirnos como una sociedad épica solo porque cual obra de teatro de liceo nos disfrazamos de Simón Bolívar, Páez o cualquier otro caudillo, con esas pendejas franelas estampadas con alamares y demás zarandajas. Ese es solo un juego, ese que llamamos resistencia, lo real es que en buena medida Venezuela solo quiere levantarse mañana y que sea 1998 o al menos 2013. Porque siendo honestos; no tenemos problema en convivir con la peste roja siempre y cuando nos de algo del pastel –sí, es así a pesar de las multitudinarias marchas, del valor de tantos, del sacrificio–, por eso raspábamos el cupo en dólares por medio mundo en esa orgía terrible en la que nos robábamos a nosotros mismos los fondos para escuelas y hospitales. Por eso se dialogó en 2013, 2014 y 2016.

Por eso, por adultos estúpidos, jugamos un nerd juego de rol pero con muertos, en batallas coreografiadas sobre la autopista Francisco Fajardo que recuerdan a la guerra decimonónica y sus perfectas formaciones de soldados, esas que adultos ociosos recrean con soldaditos de plomo; ¿qué otra cosa es, si no, arrancarle la reja a La Carlota –mientras se pierde la vida en ello– para que al día siguiente se reanude el tránsito en la utopista como si nada?

Si esto no fuese un juego, cada vez que han detenido o secuestrado manifestantes, el próximo plantón ha debido ser frente a las cárceles –sobre todo las militares– cada vez más parecidas a la ESMA donde incluso se les retiene mientras los esbirros cobran rescate dolarizado. Cuando eso pasa el único plantón es el de los familiares y abogados (luego de la razzia de febrero de 1928, algunos de los estudiantes que quedaron libres se entregaron voluntariamente para compartir el destino de sus compañeros en las cárceles gomecistas). Si esta fuese una rebelión y no un simulacro, luego de que el 1 de mayo se anunció la constituyente espuria, la siguiente marcha debió ser sobre Fuerte Tiuna –se entiende que toda dictadura es militar, ¿no?–, así como debió serlo en octubre del año pasado cuando fraudulentamente el chavismo suspendió el revocatorio, o como debió serlo el lunes 31 de julio, sin esperar el pendejo striptease de Smartmatic –una compañía que puede ser considerada pública: se constituyó gracias a la plata drenada al CNE–.

Por eso, algunos partidos –los más experimentados, los que hacen quórum porque les dimos la mayoría– luego de jugar al 350 y otras cifras absurdas de esa lotería en nombre de la cual se ha muerto, y que esconde palabras –rebelión, derrocamiento, revuelta– precisamente porque es un juego de espejos, anunció que votará en la gallinita ciega de la regionales, el mismo día en el que esta compañía que contó los votos –y que los ha contado los últimos 10 años– le pone tímidos números al fraude. Ellos saben mejor que nadie que en las calles solo se está jugando y que así no se le arrebata el poder a una dictadura.

Ya que estamos jugando, como niños, a la muerte y al hambre es congruente que nos paralicemos como en la ere o en 1, 2, 3, pollito inglés; mientras, los políticos juegan la silla loca.

El perro de Trump

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Imagen: dailymail.co.uk/

                                                                                     A dog is smarter than its tail, but if the tail were smarter, then the tail would wag the dog.

 

En la política estadounidense no hay nadie más fotogénico que los Kennedy –aunque los Obama se les acercaron bastante–, las cámaras los adoraban. Una de mis fotos favoritas de ellos es esa portada de Life en la que Bobby Kennedy corre con su perro Freckles en una playa de Oregón pocos días antes de que lo mataran. Bobby no llegó a ser presidente, pero de haberlo sido, junto a su perro, habría formado parte de una tradición no oficial de la Casa Blanca que se remonta a Theodore Roosevelt.

A partir del vigésimo sexto presidente, el amo, entre otros, de Pete y Rollo, todos los presidentes estadounidenses han tenido al menos un perro –u otras mascotas– durante su período.

Hasta el odioso Nixon tuvo un trío de perritos durante su presidencia: Vicki, Pasha y King Timahoe, una presidencia que, como es sabido, le debía a otro can: Checkers.

Durante la reciente campaña presidencial circuló la falsa noticia –solo una más– en la que se contaba de Spinee, el perro de Trump que se recuperaba de una cirugía (hay un artículo en este enlace: http://www.nytimes.com/2016/10/01/us/politics/presidential-pets-clinton-trump.html), pero lo cierto es que esa tradición de presidentes con sus perros en la Oficina Oval la romperá precisamente Trump quien no tiene mascotas. Es muy probable que le regalen uno. Tal vez un chihuahua.

Aunque con la más reciente escogencia para su gabinete caigo en cuenta de que en realidad también Trump tendrá su perro en la Casa Blanca. Como se sabe, el presidente electo ha seleccionado para los puestos de seguridad a halcones, destacan el senador Mike Pompeo y el General Michael Flynn al frente de la CIA y como asesor de seguridad nacional, respectivamente. Este último ocupará un puesto que no requiere confirmación del Congreso –incluso uno dominado por los republicanos–, sobre lo que hay una extensa explicación en este artículo: http://www.nytimes.com/2016/11/18/us/politics/michael-flynn-national-security-adviser-donald-trump.html.

Esa tríada se completa con el Secretario de Defensa, cargo que ocupará el general de los marines James Mattis, un veterano de Afganistán e Iraq –donde su código de radio era Caos–, de quien Trump ha dicho: ‘es la cosa más cercana que tenemos del General George Patton’. Hay un perfil completo en este artículo: http://www.nytimes.com/2016/12/01/us/politics/james-mattis-secrtary-of-defense-trump.html?smid=tw-nytimes&smtyp=cur.

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General James Mattis. Imagen: thedailybeast.com/

No ha habido un general como Secretario de Defensa desde George Marshall en 1951. Claro, tampoco había habido nunca un Trump en la Casa Blanca: solo perros, gatos y creo que loros. Algunos creímos que la Guerra Fría por fin había terminado con la muerte de Fidel Castro la semana pasada.

El apodo de Mattis es Mad Dog.

Derrocar

Hace un rato arrugaba el papelito donde había anotado la escuela en la que la página web https://revocalo.com/ me sugería ir a firmar para solicitar el revocatorio del hijo de puta de Nicolás Maduro.

Debo estarme haciendo viejo, o tal vez ya acepté mi derrota. No sentí esa ira arrasadora como la de agosto de 1999 mientras el chavismo liquidaba la democracia al disolver el Congreso, ni la de agosto de 2004 con ese resultado fraudulento construido durante meses, tampoco la de hace dos años con su ristra de torturados y muertos.

La clausura del referéndum revocatorio –algo que sabíamos que pasaría– ha acelerado los planes de irse de los que me rodean, acercándome más a tener que abandonarlo todo, con la única certeza de la incertidumbre.

Siento una arrechera fría, unas ganas de destruir metódicamente, en silencio. He detestado profundamente al chavismo desde que se hizo con el poder, antes de eso solo eran una secta, una especie de evangélicos pendejos que seguían a un llanero bruto y ladrón. A ellos este maldito país salvaje les dio el poder. Por casi la mitad de mi vida he vivido en la sentina que fabricaron.

Durante todo ese tiempo he atestiguado los más absurdos mecanismos que ha empleado esta sociedad para deshacerse de la tenia que voluntariamente tragó. Absurdos porque han oscilado entre la insurrección amateur y la legalidad barroca de la república que nunca hemos sido.

También he mirado, como cualquier otro, la complicidad, la indiferencia, la entrega. Hoy seguíamos con nuestras colas de miseria, con nuestros pequeños planes mientras UNT pagaba la libertad de Rosales traicionando al país.

No quiero irme, no aún. Quiero ser turba que derriba estatuas y que saca tiranos cagados de las alcantarillas para luego arrastrarlos por las calles. Quiero derrocar.

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