Spies like us: chicas Bond

Berenice Marlohe. Imagen: http://articles.latimes.com/

Bérénice Marlohe. Imagen: http://articles.latimes.com/

«You can fall in love but you can never love.«

Seven rules to receive 00 status

 

En las películas y libros de James Bond las mujeres son bellos objetos para ser usados –no sé por qué no dejo de pensar en Jill St. John–[1]. Todas con la excepción de M, que es la única mujer capaz de invertir los papeles y usar a Bond como una herramienta[2]. También está Vesper Lynd (y Tracy Bond) que como se sabe traiciona a Bond en Casino Royale[3] para terminar suicidándose espectacularmente en la película, un poco más como un cliché en la novela.

Esta mujer –no se me ocurre una actriz mejor que Eva Green para encarnarla[4]– le enseña a Bond la regla de toda relación amorosa: todos traicionamos, antes o después. No importa si quien está a nuestro lado nos ama, siempre deseamos a alguien más.

Viéndolo bien; nunca nos portamos tanto como espías como cuando engañamos a nuestra pareja: nos inventamos coartadas, ciframos nombres en el directorio del teléfono, evitamos ir a lugares donde podamos ser reconocidos. Jugamos a ser otros, somos agentes dobles –o triples– que nos traicionamos a nosotros mismos, siempre asediados por la deliciosa ansiedad de ser descubiertos.

Vesper le ensaña el juego a Bond que ya no lo olvida nunca (tampoco a ella: la recuerda cada vez que bebe): no importa cuánto quieras –o te guste– a la mujer que tienes al lado, nunca la tomes en serio. Salvo tal vez Teri Hatcher si de espaldas deja caer su vestido.

John le Carré en cambio no permite que ninguno de sus espías aprenda esto.

Ursula Andress y Sean Connery. Imagen: http://www.sensacine.com/

Ursula Andress y Sean Connery. Imagen: http://www.sensacine.com/

No importa cuán diestro sea Smiley descubriendo topos rusos: en Tinker Taylor Soldier Spy[5] es un hombre herido por la infidelidad de su esposa Ann. Una herida que usa muy bien Karla en su contra y de toda la intelligence británica.

En la jerga de los espías –mírenme: hablando como si me hubiese reclutado el MI6– un topo es el doble agente que horada el servicio de inteligencia del enemigo. El topo de Smiley es su esposa, es ella la que lo socava. Y eso solo es posible porque la quiere.

En la Casa Rusia[6], Barley se convierte en el hombre que nunca ha sido por Katya –supongo que yo también lo haría si Michelle Pfeiffer me mirase como lo hace en la película–, para luego añorarla con la esperanza vacía de que los rusos la liberen.

Justin Quayle (que no es exactamente un espía) no puede olvidar a su Tessa y termina muerto en una pradera keniata.

Pero mi favorito es Alec Leamas de El espía que surgió del frío[7]. Este, el espía harto del frío, el cínico que sabe perfectamente que envejece solo en un mundo de mierda, se hace matar al pie del Muro por Liz, una muchacha bonita pero ingenua –la peor femme fatal posible–, que sólo debía servirle para engañar a la Stasi.

El amor parece ser tan nocivo para un espía como la bala de una Walther PPK.

 

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Linda Christian, la primera chica Bond. Imagen: time.com

Linda Christian, la primera chica Bond. Imagen: time.com

[1] Sobre la misoginia de James Bond se ha escrito lo suficiente. Al respecto, la interpretación de Daniel Craig ha civilizado al personaje: el guiño homosexual en Skyfall fue muy divertido. En ese sentido este vídeo haría fanática de la franquicia hasta a la más acérrima feminista: https://www.youtube.com/watch?v=aC8Ls-5nRxM.

[2] Lo que afirmo debe matizarse con el hecho de que la mayor parte del tiempo M ha sido interpretado por un hombre –de hecho el personaje está basado en oficiales de inteligencia británicos, todos hombres–. Aunque hay quienes han sugerido que Fleming se inspiró en su mamá para el personaje. Sería un lugar común un Edipo en James Bond.

Menos freudianamente Bond solo le es leal a su Majestad, la Reina de Gran Bretaña. Curiosa lealtad para un escocés y todo por culpa de Sean Connery.

[3] De esta novela se ha hecho una versión para la televisión y dos para el cine. En la televisión de 1954 fue la primera vez que James Bond fue interpretado (por el estadounidense Barry Nelson), algo que de no ser por Wikipedia jamás me hubiese enterado. Mientras que las películas son, por una parte, el pastiche de 1967 no producido por EON Productions y por la otra el reinicio de la franquicia en 2006.

[4] Me gustan las fotos que de otras chicas Bond hay en este enlace: http://elpais.com/elpais/2014/12/05/album/1417782535_767067.html#1417782535_767067_1417783348.

[5] De esta novela hay una miniserie de 1979 con Sir Alec Guiness como Smiley y la película  de 2011 con Gary Oldman como Beggarman. Vi esta película junto a Skyfall: Tomas Alfredson le gana a Sam Mendes por paliza.

[6] De esta novela hay una película de 1990 protagonizada por Michelle Pfeiffer y Sean Connery. Así, Connery ha sido el espía de Fleming, pero también uno de los de Le Carré. El final de la película es diferente al del libro.

[7] Una versión para el cine de esta novela se estrenó en 1965 con Richard Burton como Leamas.

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Imagen: electricliterature.com/

Modiano, las perlas y la Ocupación

Banderas nazis en París. Imagen: www.dailymail.co.uk/

Banderas nazis en París. Imagen: http://www.dailymail.co.uk/

–¡Siga así, señora! ¡Que vean que no les tenemos miedo!

Irène Némirovsky. Suite francesa

 

Esta entrada está llena –más de lo normal– de lugares comunes y cosas que ya todo el mundo conoce.

Ayer se anunció que Patrick Modiano es el ganador del Premio Nobel de Literatura de este año. Es el escritor de París, del colaboracionismo y del mismo libro escrito una y otra vez. Esto lo sé por todo lo que he leído sobre él, ya que no lo he leído a él, y muy probablemente no lo haga. Vivo en un país que es una isla a la deriva en la que no hay libros y cuando los hay son tan caros que se impone cruelmente aquello de cine o sardina.

Casi siempre el Nobel me sirve para descubrir escritores. Ha sido así en los últimos años: Imre Kertész, Orhan Pamuk o Tomas Tranströmer entre muchos otros. A veces he podido leerlos, antes sus libros inundaban las librerías poco después de ganar el premio. Ahora ni en muchoslibros.com se consiguen. Supongo que me queda amazon y el pedacito de barril que me toca en forma de dólares para compras electrónicas.

Hoy algunos periódicos locales resaltaron el tenue –y al parecer insignificante– vínculo de Modiano con Venezuela: su abuelo comerció con perlas en Margarita, además tuvo una tienda en Caracas y Monte Ávila –cuando no se dedicaba a editar basura chavista con dinero público– editó algunos de sus libros. También escribieron para contar lo poco conocido que es Modiano por estos predios y describir de paso la indigencia de nuestras librerías y lectores.

No sé, como nunca tendremos un Nobel de Literatura y ya que los únicos productos culturales importantes para nosotros son el béisbol y las misses –anoche precisamente hubo una coincidencia estelar de ese kitsch venezolano por excelencia: peloteros y bellos pedazos de carne en trajes de baño–, nos arrimamos cuanto podemos al azar de que el abuelo de todo un Premio Nobel de Literatura haya pasado por aquí.

Viéndolo bien, Venezuela sí tiene un profundo nexo con Modiano; aunque no con su historia personal, sino con su obra. A pesar de haber nacido en 1945 –o tal vez precisamente por eso: como Proust intenta recuperar el tiempo perdido–, Modiano escribe sobre la Ocupación, no desde la perspectiva heroica y ridículamente falsa de un De Gaulle, sino desde la más real de una sociedad postrada de buen grado ante el enemigo que la derrotó sin pelear.

Imagen: diariodecaracas.com/

Imagen: diariodecaracas.com/

Cuando leí la peste de Camus era aún más ignorante de lo que soy hoy –lo cual es mucho decir– y no entendí la metáfora a la que aludían las ratas invadiendo Orán. Con el tiempo y suficientes lecturas después, descubrí que se refería a los nazis. En su versión de la Ocupación, Camus no describe el acuerdo con el invasor, sino el terror y la locura que causa su llegada y cómo unos pocos la enfrentan con valor. Camus alude a la resistencia francesa, a esos pocos que pelean sabiendo que no pueden ganar. Los libros de Modiano completan la historia y muestran una y otra vez a los bons vivants amis de los boches.

En Venezuela las ratas empezaron a aparecer en 1992, tal vez poco antes y no lo advertimos. Siendo honestos y a pesar de la costosa resistencia de unos –dependiendo del momento han sido muchos o pocos, pero nunca han sido todos–, la sociedad no ha tenido ningún problema en convivir con ellas, ha adoptado con gusto sus maneras, su neolengua. Vive según sus reglas.

Muchos de los más vocingleros opositores de hoy –como la mayor parte del país en 1998– consideraron hasta hace no mucho que un militar golpista y sus huestes eran una alternativa. Otros no tienen ningún problema en negociar con bolichicos y funcionarios, total; los dólares son verdes no rojos. Yo mismo atiendo uno que otro cliente chavista, aunque debo reconocer que cargo un poco la mano al cobrarle y soy más inepto de lo habitual al llevar sus asuntos.

Ayer también empezó a usarse la sofisticada tarjeta de racionamiento en Venezuela. Comenzó discretamente –las ratas se cuelan de a poco– en una cadena de supermercados pública y otra privada, si es que tal cosa existe todavía. Una antigua profesora mía lo describe como ‘La mansa humillación dactilar’.

Eso es lo que las ratas siempre me han parecido: animales mansos, sumisos. Es el asco que nos producen lo que las convierte en amenazadoras. Por lo que he visto en mi país desde hace demasiado tiempo ya, lo que las ratas le transmiten a las sociedades que ocupan es precisamente esa sumisión, no la peste. Me gustaría leer a Modiano para ver eso escrito por un Nobel.

Haciéndonos los suecos

Portada de la edición sueca de "Los hombres que no amaban a las mujeres". Wikipedia

Portada de la edición sueca de «Los hombres que no amaban a las mujeres». Wikipedia

& när paniken bryter ut ler Du svagt

Kent. 747

 

Supongo que esta explicación sobra –no creo que haya muchos turistas que quieran venir y necesiten aprender nuestros modismos–, en Venezuela decimos que alguien “se hace el musiú” para aludir a alguien que finge no saber, que se hace el ignorante (con ridículos aspavientos) de algo que conoce perfectamente.

A veces el musiú adquiere una nacionalidad específica y entonces decimos “hacerse el checo” (muy raramente) «hacerse el paisa» (la más común) o “hacerse el sueco”.

Pensaba en Suecia hace unos días. En una sueca en realidad. Recordaba a Lisbeth Salander. No tanto al personaje sino a una preciosa versión de carne y hueso con la que sin ser siquiera un sucedáneo de Kalle Blomkvist tuve el privilegio de salir hace años. Su recuerdo siempre me hace sonreír.

Bien, releyendo la trilogía Millennium para recordar a mi malhadada Pippi Calzaslargas, me tropecé con este diálogo entre personajes:

(…) Aunque sí nos gustaría, tal vez, que nos respondieras a una pregunta: ¿por qué? ¿Cómo pudieron ser tan idiotas de empezar a liquidar a la gente, aquí, en Suecia, como si estuviésemos en el Chile de la dictadura de Pinochet?

 

Al leerlo entendí que en Venezuela hoy nos estamos haciendo los suecos por partida doble. Por un lado los esbirros aquí se asemejan a esos torcidos suecos que creó Stieg Larsson –o Eva Gabrielsson–, porque como se sabe, la trilogía Millennium trata de cómo unos policías corruptos de la Säpo[1] destruyen la vida del personaje principal solo porque pueden, porque tienen el poder de hacerlo.

Para ello subvierten el orden legal de su país para usarlo en contra de ciudadanos inermes. Así, apelan a la violencia del Estado o la subcontratan al hampa común. No otra cosa estamos viviendo en Venezuela y no desde hace tres meses: sino desde el 2 de febrero de 1999. Es solo que ahora nuestros Säpos aumentaron la escala de la represión y parte del mundo sintió algo –no mucho– de asco.

En nuestra versión, tenemos a un Estado colonizado y pervertido siendo usado contra los opositores –en realidad contra todos, solo que el postrado y fanatizado chavista de a pie es aún muy estúpido para advertirlo– con la ilegal cobertura del derecho chavista.

Desde la versión amañada de tortura que empleó la así denominada defensora del pueblo –de nuevo pienso en Suecia y sonrío, esta vez irónicamente–, pasando por las escuchas ilegales, la infiltración de agentes de civil en marchas opositoras, los allanamientos y detenciones sin orden judicial o los tiros en la cabeza[2], tenemos hace rato instalado entre nosotros a nuestro remedo del Chile de Pinochet.

La otra forma en la que nos hacemos los suecos ante la neo dictadura se parece más al significado de la frase que mencionaba al principio. Fingimos que no sabemos de las torturas, secuestros y asesinatos. Ignoramos a medias que todas las tácticas de guerra sucia usadas por el gorilato en el Cono Sur ya están aquí.

Así, vamos al cine o al exterior a hacer negocios con el diferencial cambiario, chateamos, las mujeres van a la peluquería, los niños al colegio, salimos a trabajar cada día o hacemos colas por medicinas y comida. Como si nada.

Yo mismo no estoy haciendo una huelga de hambre hasta que liberen a los presos políticos –aunque aquí no hay ningún Bobby Sands y las huelgas de hambre terminan con los primeros mareos sin haber cumplido sus objetivos, al fin y al cabo somos un país chévere–, tampoco estoy apedreando o incendiando –como correspondería legítimamente– la sede local de la fiscalía que ha instruido suficientes expedientes amañados contra opositores.

Solo estoy aquí, haciéndome el sueco tras un teclado.

 

[1] Esa es la abreviatura de: Säkerhetspolisen o Policía de Seguridad, la policía política sueca. Sobra que mencione el lugar común del significado en español de la fonética de esa palabra.

[2] Solo hago una pobre enumeración. En los siguientes enlaces hay una mejor y documentada descripción de la represión en Venezuela durante los últimos tres meses: http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/140504/aqui-vale-todo, http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/140504/un-error-del-sebin, http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/140511/guerra-a-la-informacion, http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/140518/denuncian-violaciones, http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/140521/provea-el-gobierno-empuja-al-pais-a-la-desobediencia, http://www.el-nacional.com/siete_dias/Funcionarios-desmarcan-tortura-mediaticamente_0_397760472.html, http://www.el-nacional.com/siete_dias/expedientes-secretos_0_401960023.html y http://www.el-nacional.com/siete_dias/ARELLANO-DARIO-FUNCIONARIOS-GLIDIS-SEBIN_0_409759164.html respectivamente.

Paz

Imagen: @daniel_isita

Imagen: @daniel_isita

Hay una frase de Alberto Manguel: “Maybe this is why we read, and why in moments of darkness we return to books: to find words for what we already know.” En español es ligeramente distinta, habla sobre la certeza puesta en palabras.

Tengo años sin leer a Octavio Paz, también hace años que camino sin certezas. Tal vez deba volver a leerle. Por eso y a propósito de los 100 años de su nacimiento va esta entrada con su discurso por el Nobel de literatura de 1990.

 

La búsqueda del presente

Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español … pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con D’ Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuándo se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. «Vuelven de la guerra», me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

Librería Octavio Paz de @FCEMexico en Mexico DF. Imagen: @Conaculta.

Librería Octavio Paz del @FCEMexico en Mexico DF.
Imagen: @Conaculta.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la «postmodernidad». ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de «europeizar» a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.

*

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como «postmodernidad», no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

 

From Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1990, Editor Tore Frängsmyr, [Nobel Foundation], Stockholm, 1991

 

*Disclaimer Every effort has been made by the publisher to credit organizations and individuals with regard to the supply of audio files. Please notify the publishers regarding corrections.

 

Copyright © The Nobel Foundation 1990

«Octavio Paz – Nobel Lecture: La búsqueda del presente». Nobelprize.org. Nobel Media AB 2013. Web. 31 Mar 2014. http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1990/paz-lecture-s.html

 

El skyline de mi biblioteca

cityscape-skyline-vector-5699714No lo había advertido conscientemente hasta hace muy poco. En cada estante de mi biblioteca –de cada biblioteca desde que el códice sustituyó al rollo como soporte del libro–, la alineación de cada tomo junto a otro forma un caprichoso skyline similar al de los edificios en una ciudad. Esa línea del cielo que individualiza y se convierte en un lugar común de la ciudad, se repite a escala en las bibliotecas.

Hay varias formas de clasificar los libros: tantas como lectores. La mía comienza con la A de arte y termina con la T de trabajo. En cada una de las áreas (las ya mencionadas arte y trabajo, pero también ciencia, literatura, música, religión entre otras) ordeno a los autores por orden alfabético. Esa clasificación –así como cualquier otra– genera esa arbitrariedad de lomos altos y bajos, unos junto a otros, que con algo de imaginación y ociosidad puede semejarse al skyline de una ciudad.

Viéndolos estoy sopesando seriamente la posibilidad de empezar a ordenar los estantes por ciudades. Así, tendría el estante Barcelona, Londres, Nueva York, y al sacar un libro me comportaría como uno de esos kaijus del cine japonés al crear el caos de un tomo cayendo sobre otro y borrando el perfil de la ciudad de papel contenida en el estante elegido.

Siempre he vivido en ciudades que tienen de fondo una inmensa montaña que anula la posibilidad del skyline. No es ese uno de los símbolos arquitectónicos de mi entorno. Lo compenso cada vez que entro a la biblioteca.

 

 

 

Imagen: http://www.dreamstime.com/stock-images-cityscape-skyline-vector-image5699714

Estantes virtuales.

En toda enumeración hay algo de lujuria y de nostalgia. Repasar lo que se ha acumulado produce placer y desasosiego. En estas etiquetas de twitter que he mencionado antes (#juevesdelibros #librodeldía), me paseo por esas emociones.

La nostalgia de trafagar los haberes y deberes de nuestras listas personales tal vez tenga que ver con la certeza de que nunca completaremos ninguna de esas listas vitales. Siempre faltará algo, siempre se deseará tachar un ítem de la lista.

Las listas de libros leídos remiten a su vez a listas de personas, lugares y tiempos (tal vez toda lista hace eso), como buenos artefactos culturales son laberintos, matrioskas.

Para jugar con mis muñecas de madera hago esta lista:

 

50.- #juevesdelibros #librodeldía Ceremonias de Julio Cortázar.

51.- #librodeldía La Trilogía de Nueva York de Paul Auster.

52.- #Juevesdelibros #librodeldía Por último, el cuervo de Ítalo Calvino.

53.- #Juevesdelibros #librodeldía El agente de la Continental de Dashiell Hammett.

54.- #juevesdelibros #librodeldía Putas asesinas de Roberto Bolaño.

55.-  #juevesdelibros #librodeldía La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes.

56.- #Juevesdelibros #librodeldía El Gatopardo de Lampedusa.

57.- #juevesdelibros #librodeldía Aurora boreal de Åsa Larsson.

58.- #Librodeldía #Juevesdelibros El último mohicano de Fenimore Cooper.

59.- #Librodeldía #Juevesdelibros De la Conquista a la Independencia: tres siglos de historia cultural latinoamericana de Mariano Picón Salas.

60.- #Juevesdelibros #Librodeldía Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi.

61.- #Juevesdelibros #librodeldía Abril rojo de Santiago Roncagliolo.

62.- #Juevesdelibros #librodeldía HHhH de Laurent Binet.

63.- #Juevesdelibros #librodeldía Los hombres que no amaban a las mujeres de Stieg Larsson

64.- #Librodeldía #Juevesdelibros El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura.

65.- #Juevesdelibros #librodeldía Ifigenia de Teresa de la Parra.

66.- #Juevesdelibros #Librodeldía La casa Rusia de John le Carré

67.- #Juevesdelibros #librodeldía Oliver Twist de Charles Dickens.

68.- #juevesdelibros #librodeldía La peste de Albert Camus.

69.- #Juevesdelibros #librodeldía Esperando a los bárbaros de J.M. Coetzee.

70.- #juevesdelibros #librodeldía Cuentos de Ernest Hemingway.

71.- #librodeldía #juevesdelibros Casas muertas de Miguel Otero Silva.

72.-  #librodeldia #juevesdelibros Las olas de Virginia Woolf.

73.- #juevesdelibros #librodeldía La balsa de piedra de José Saramago.

74.- #juevesdelibros #librodeldía A sangre fría de Truman Capote.

75.- #juevesdelibros #librodeldía La soledad de los números primos de Paolo Giordano.

 

Imagen: http://de.wikipedia.org/w/index.php?title=Datei:Old_book_bindings.jpg&filetimestamp=20091213054824

¿Cómo se dice “no hables” en mandarín? Respuesta: 莫言.

Cartel de la Revolución Cultural con la leyenda: «Destruiye el viejo mundo».

No siempre el Partido Comunista Chino saluda con beneplácito el otorgamiento del premio Nobel como lo hizo con el de literatura este año. No siempre la Academia Sueca acierta al conceder los premios Nobel de literatura. De esas ocasiones en las que los comunistas [chinos] se sienten ofendidos y la Academia acierta al mismo tiempo, hay una que prefiero por sobre todas: el premio Nobel de Literatura de 1957.

Este es el discurso[1] del galardonado ese año:

Discurso de Albert Camus en el banquete del Nobel en el ayuntamiento de Estocolmo, el 10 de diciembre de 1957.

Al recibir la distinción con la cual su Academia me ha generosamente honrado, mi gratitud es profunda, particularmente cuando considero la extensión con la que esta recompensa ha sobrepasado mis méritos personales. Todo hombre, y por razones más fuertes aún, todo artista, quiere ser reconocido. Yo también. Pero no he sido capaz de enterarme de su decisión sin considerar sus repercusiones sobre lo que realmente soy. Un hombre joven todavía, rico solamente en dudas y con su obra en progreso, acostumbrado a vivir en la soledad de la obra o en el refugio de la amistad: ¿cómo no sentiría alguna clase de pánico con el decreto que lo transportaría súbitamente, solo y reducido a sí mismo, al centro de una luz deslumbrante? ¿Y con cuáles sentimientos aceptaría este honor al mismo tiempo que otros escritores en Europa, entre ellos los verdaderamente grandes, están condenados al silencio, e incluso en un momento en el que su país de nacimiento está atravesando una desgracia sin fin?

Sentí esa sacudida y desazón internas. Para tener paz de nuevo he tenido que, en resumen, aceptar una muy generosa providencia. Y dado que no puedo conformarme con tan solo vivir tranquilo con este logro, no he hallado nada mejor en que apoyarme, que lo que me ha servido de sostén toda mi vida, incluso en las circunstancias más contrarias: la idea que tengo de mi arte y del papel del escritor. Déjenme tan solo decirles, con espíritu de agradecimiento y amistad, tan sencillamente como pueda, cuál es esta idea.

No puedo vivir sin mi arte. Pero nunca lo he colocado por encima de todo. Si, por otra parte, lo necesito, es porque no puedo ser separado de mis semejantes, y este me permite vivir, tal como soy, al mismo nivel que ellos. Es un medio para conmover al mayor número de personas, ofreciéndoles una imagen privilegiada de las alegrías y sufrimientos comunes. El arte obliga al artista a no mantenerse apartado; lo sujeta a la humilde y universal verdad. Con frecuencia aquel que ha elegido el destino del artista porque siente que es diferente pronto se percata de que no puede mantener su arte ni su diferencia a menos que admita que es como los otros. El artista se forja a sí mismo con los otros, a medio camino entre la belleza sin la que no puede estar y la comunidad de la que no puede separarse. Es por esto por lo que los verdaderos artistas no desprecian nada: están obligados a entender más que a juzgar. Y si tienen que tomar partido en este mundo, tal vez puedan hacerlo solo por aquella sociedad en la cual, y de acuerdo con las grandes palabras de Nietzsche, no sea al juez sino el creador el que domine, así sea un trabajador o un intelectual.

Por el mismo rasgo distintivo, el papel del escritor no está libre de deberes difíciles. Por definición no puede ponerse hoy al servicio de aquellos que hacen la historia; él está al servicio de aquellos que la padecen. De otro modo, estará solo y privado de su arte. Ni siquiera todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres lo liberarán de su soledad, incluso y particularmente si marca el paso con ellos. El silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones al otro lado del mundo, es suficiente para que el escritor se retire de su exilio, al menos cuando, en medio de los privilegios de la libertad, procura no olvidar ese silencio y transmitirlo haciéndolo resonar por medio de su arte.

Ninguno de nosotros es lo suficientemente grande para tal tarea. Pero en todas las circunstancias de la vida, en el anonimato o en la fama, arrojado en las cárceles de la tiranía o libre para expresarse, el escritor puede ganarse el corazón de una comunidad viva que lo justificará, con la única condición de que acepte como límite de sus habilidades las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. Porque su labor es unir el número más grande posible de personas, su arte no debe comprometerse con las mentiras y la servidumbre que, donde sea que dominan alimentan la soledad. Cualquiera que sea nuestra debilidad personal, la nobleza de nuestro oficio siempre estará enraizada en dos compromisos, difíciles de mantener: el rechazo a mentir y la resistencia a la opresión.

Durante más de veinte años de historia enloquecida, desesperadamente perdido en las convulsiones de este tiempo como todos los hombres de mi generación, me he apoyado en una cosa: el sentimiento oculto de que escribir hoy era un honor porque esta actividad era un compromiso –y un compromiso no solo con la escritura. Específicamente, considerando mis facultades, era el compromiso de cargar, junto a todos aquellos que estaban viviendo de principio a fin la misma historia, la miseria y la esperanza que compartimos. Estos hombres, que nacieron  al inicio de la Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años cuando Hitler se hizo con el poder y comenzaban los primeros juicios de Moscú, que completaron su educación con la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el mundo de los campos de concentración, una Europa de cárceles y torturas –estos hombres deben criar a sus hijos y crear sus obras hoy en un mundo amenazado por la destrucción nuclear. Nadie, creo, puede pedirles que sean optimistas. Incluso pienso que debemos entender –sin dejar de combatirlo- el error de aquellos que en un exceso de desespero han hecho valer su derecho al deshonor y se han precipitado en el nihilismo de la era. Pero permanece el hecho de que la mayoría de nosotros, en mi país y en Europa, hemos rechazado ese nihilismo y nos hemos enzarzado en una búsqueda de legitimidad. Estos hombres se han forjado un arte del vivir para sí mismos en tiempos de catástrofe para renacer y pelear contra el instinto de muerte que trabaja en nuestra historia.

Sin duda cada generación se siente llamada a reformar el mundo. La mía sabe que no lo reformará, pero su tarea es quizás más grande. Consiste en prevenir que el mundo se destruya a sí mismo. Heredera de una historia corrupta, en la cual se confunden revoluciones fallidas, tecnología demente, dioses muertos y gastadas ideologías, donde poderes mediocres pueden destruirlo todo aunque ya no sepan persuadir, donde la inteligencia se ha envilecido a ser la sirvienta del odio y la opresión, esta generación partiendo de sus propias negaciones ha tenido que restablecer, al mismo tiempo dentro y fuera, un poco de aquello que constituye la dignidad de la vida y la muerte. En un mundo amenazado por la desintegración, en el que corremos el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establezcan por siempre el reino de la muerte, esta generación sabe que debe, en una loca carrera contra el reloj, restaurar entre las naciones una paz que no sea servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura, y rehacer con todos los hombres el Arca del Pacto. Aunque no es seguro que esta generación será capaz de cumplir esta inmensa tarea, ya se está erigiendo en todas partes del mundo ante el doble desafío de la verdad y la libertad y, si es necesario, sabrá cómo morir por él sin odio. Donde quiera que se encuentre, merece ser saludada y aupada, particularmente donde se está sacrificando a sí misma. En todo caso, seguro de la total aprobación de ustedes, es a esta generación a la que me gustaría ceder el honor que me acaban de hacer.     

Al mismo tiempo que delineaba la nobleza del oficio de escritor, le he puesto en su justo lugar. No tiene otras pretensiones sino aquellas que comparte con sus compañeros de armas: vulnerable pero obstinado, injusto pero apasionado por la justicia, haciendo su trabajo sin vergüenza ni orgullo a la vista de todos, sin dejar de estar escindido entre la belleza y la pena, y finalmente devoto de sacar de su doble existencia las creaciones que obstinadamente trata de erigir en el destructivo movimiento de la historia ¿Quién después de todo esto puede esperar de él soluciones totales y elevadas costumbres? La verdad es misteriosa, elusiva, siempre a ser conquistada. La libertad es peligrosa, tan difícil de vivirla como es de soberbia. Debemos marchar hacia esas dos metas, penosa pero resueltamente, ciertos de que avanzaremos sobre nuestros errores en un camino tan largo ¿Qué escritor con buena conciencia se atrevería a partir de ahora a postularse a sí mismo como un dechado de virtudes? Debo aclarar una vez más que no estoy hecho de esa madera. Nunca he sido capaz de renunciar a lo alegre, a lo placentero de existir, y a la libertad en la que crecí. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, me ha ayudado sin duda hacia un mejor entendimiento de mi oficio. Aún me ayuda a apoyar incuestionablemente a todos aquellos hombres silentes que sobrellevan la vida que les tocó solo gracias al recuerdo de una felicidad libre y breve.

Así, reducido a lo que realmente soy, a mis límites y obligaciones como también a mi difícil credo, me siento más libre, para concluir, opinando sobre el alcance y la generosidad del honor que me han concedido, más libre también para decirles que lo recibiré como un homenaje rendido a todos aquellos que, compartiendo la misma lucha, no han recibido ningún privilegio, sino por el contrario aflicción y persecución. Falta que les agradezca desde el fondo de mi corazón y que haga ante ustedes públicamente, como un signo personal de mi gratitud, la misma y antigua promesa de lealtad que todo verdadero artista se repite a sí mismo cada día en silencio.

 

Coda: http://prodavinci.com/blogs/la-condicion-intelectual-por-antonio-lopez-ortega/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed:ProdavinciProdavinci y http://www.elpais.com/articulo/portada/Larga/vida/presidente/Mao/elpepuculbab/20100206elpbabpor_4/Tes.

 

Imágenes: http://en.wikipedia.org/wiki/File:Destroy_the_old_world_Cultural_Revolution_poster.png, http://en.wikipedia.org/wiki/File:Three_wise_monkeys_figure.JPG, y http://www.codigovenezuela.com/2012/06/opinion/graciela-pantin/simios-y-gobernantes-la-naturaleza-del-liderazgo-politico-por-gracielapantin/attachment/monos-sabios-2, respectivamente.


[1] Ofrezco una traducción de la versión en inglés –pidiendo disculpas por mi pésimo dominio de ese idioma. Esta, junto al discurso original en francés pueden ser consultados en: http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1957/camus-speech.html.

El viejo Faulkner.

Así lo llama García Márquez –creo que se copia de uno de sus amigos- en sus memorias: “el viejo Faulkner”. Junto al “viejo Hemingway” o a la “vieja Woolfe” fueron los maestros que le enseñaron a escribir –también a Vargas Llosa y a muchos más-, maestros difíciles.

Pongo como ilustración de la entrada una portada de ¡Absalón, Absalón! porque es el primer libro que leí de Faulkner –una molesta voz en mi cabeza me pide que escriba que también es el único de sus libros que he entendido-, aunque no fueron esas las primeras palabras que le leí. Puedo decir que su primera historia que leí fue su apellido. Ese ‘Faulkner’ que me sonaba tan americano y que solía pronunciar obviando la “l” como corresponde y marcando la “k”, presumiendo de mi broken English. Con el tiempo me enteré de que el apellido original es Falkner, y de que lo modificó para que sonase más francés.

Sin embargo lo primero que le leí con propiedad fue su discurso de aceptación del Nobel. Vaya paradoja esa de empezar por el final la obra de un autor tan difícil como este caballero sureño.

En ese discurso hay palabras que escritas por alguien más me resultarían cursis, idiotas. Pero en Faulkner adquieren el significado que no debieron perder nunca. Por la fecha, por recordar –cada vez me disgusta más el paso del tiempo- ofrezco ese discurso traducido, advirtiendo como siempre que los errores de estilo se deben a mi deficiente inglés.

Premio Nobel de Literatura 1949.

Discurso de William Faulkner en el banquete del Nobel en el Ayuntamiento de Estocolmo, el 10 de diciembre de 1950.

“Siento que este premio no me fue concedido a mí como persona, sino a mi obra –el trabajo de toda una vida en la fatiga y la agonía del espíritu humano, no por la gloria y mucho menos por la ganancia, sino por crear de la sustancia del espíritu humano algo que no existía antes. Así que este premio me es dado en depósito. No será difícil encontrar un destino para el dinero del premio adecuado al propósito y significado de su origen. Pero me gustaría hacer lo mismo con la celebración del premio, usando este momento como un pináculo desde el cual pueda ser escuchado por los jóvenes hombres y mujeres dedicados también a la misma angustia y al mismo afán, entre los cuales se encuentra ya aquel que algún día estará parado aquí donde me encuentro.

Hoy nuestra tragedia es un universal miedo físico sufrido tanto tiempo que podemos incluso soportarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Solo queda la pregunta: ¿Cuándo estallaré? A causa de esto, los jóvenes hombres y mujeres que escriben hoy han olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, los únicos que pueden crear buena literatura, porque solo de ellos vale la pena escribir, solo ellos valen la agonía y la fatiga.

Ese escritor debe aprenderlos de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que el cimiento  de todas las cosas es tener miedo; y, al enseñarse eso, olvidarlo para siempre, sin dejar sitio en su taller para nada que no sea las viejas verdades y realidades del corazón, las verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y está condenada a la ruina –amor y honor,  piedad y orgullo, compasión y sacrificio. Hasta que lo haga, está maldito. No escribe sobre el amor, sino sobre la lujuria, escribe sobre derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad, ni compasión. Sus sufrimientos no son universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas.

Hasta que reaprenda estas cosas, escribirá como si estuviese parado en medio y mirase el fin del hombre. Me rehúso a aceptar el fin del hombre. Es fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará, que cuando la última campanada de la destrucción haya retumbado y se haya desvanecido de la última insignificante roca meciéndose sin marea en el último moribundo y rojo atardecer, incluso entonces todavía habrá un sonido más: el de su diminuta e inextinguible voz, hablando todavía. Me niego a aceptar esto. Creo que el hombre no solo perdurará: sino que prevalecerá. Es inmortal no solo porque entre todas las criaturas sea el que tiene una voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de sentir compasión y sacrificio, y sufrimiento. El deber del escritor, del poeta, es escribir sobre estas cosas. Es su privilegio ayudar al hombre a resistir elevando su corazón, recordándole el valor,  el honor,  la esperanza,  el orgullo,  la compasión, la piedad, y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta necesita no ser solo el registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares que le ayuden a resistir y a prevalecer.”

La versión original en inglés puede ser leída aquí: http://nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1949/faulkner-speech.html

Imagen: http://www.letraslibres.com/revista/libros/absalon-absalon-de-william-faulkner

Poesía.

Ahora ‘malgasto’ la red. Cuando no tenía conexión en casa era muy cuidadoso con el tiempo que pasaba navegando. De estudiante muy pocas veces me sobraba. Ahora me pasa todo el tiempo. Pese a disponer en Venezuela de una de las velocidades de conexión más lentas del continente, la internet en casa por una tarifa fija hace que la red deje de ser un bien escaso.

En esas horas en las que surfeo por la red sin dirección, ahíto de vínculos, ventanas, twitts y demás derrelictos virtuales, me tropecé con un artículo del New York Times (http://www.nytimes.com/2012/05/13/opinion/sunday/militant-ideals-captured-in-poetry.html?_r=1&smid=tw-share) que me hizo establecer una particular relación entre poesía y terrorismo. Sé que debería usar la red para algo más valioso (terminar la tesis –aunque nunca la apruebe mi inquisidor particular-, dar consejos legales en el blog que aumenten mi exigua –es un eufemismo- cartera de clientes o ver pornografía), pero dado que perdí la noción de necesidad, desperdicio el tiempo en establecer relaciones absurdas.

El artículo en cuestión contaba que entre los papeles hallados en el último escondrijo de Osama Bin Laden en Pakistán había referencias a la poesía. Eso me hizo caer en cuenta de que los principales ataques terroristas o militares en suelo estadounidense (creo que la selección que hago es incontestable) tienen un nexo con la poesía. A ver:

 

 

Samuráis poetas.

Shikishima no Yamato-gokoro wo hito towaba, asahi ni niou yamazakura bana.

Motoori Norinaga

El ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 resquebrajó la sensación de invulnerabilidad norteamericana por primera vez desde que en 1812 los ingleses quemaran el congreso. No sería la última vez: la derrota en Vietnam, el asalto a la embajada americana en Teherán con su corolario de ineptitud militar cortesía de Jimmy Carter, los cadáveres de rangers barriendo las calles de Mogadiscio en 1993 o la quiebra de Lehman Brothers también lo harían. Pero hasta 1941 –y luego hasta 2001- los dos océanos que como fronteras habían contribuido a formar la conciencia de la excepcionalidad americana, habían sido infalibles. Es significativo incluso que el ataque no se realizase en territorio continental.

Bien, los pilotos que despertaron al gigante dormido esa mañana hawaiana tenían un alma poética. Luego de los crímenes de guerra y contra la humanidad que cometieron los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, lo anterior puede leerse como una apología insultante. Pero lo cierto es que esa sociedad estaba impregnada de un ritualismo, de un particular manierismo (al menos a los ojos occidentales) en las formas, que se expresaba –entre otras manifestaciones- en la poesía[1]. En buena medida por la influencia religiosa del budismo zen junto al confucianismo. Eso aunado a una sociedad militarista hasta el paroxismo al menos desde la Edad Media.

Desde los tiempos de los samuráis había una relación estrecha entre los versos y los guerreros: aquellos antes de practicarse el seppuku; recitaban un jisei no ku, poema de despedida de la vida. Los modernos soldados imperiales japoneses (los pilotos sobre Pearl Harbor, los defensores de Guadalcanal o de Iwo Jima) se asumían como herederos de los samuráis medievales no solo en sus suicidas tácticas de combate como cargar con espadas contra ametralladoras, o estrellar aviones contra barcos, sino también en su cercanía con la poesía. Tal vez inmolarse también sea lírico.

Aunque no fue el caso de Pearl Harbor (un ataque planeado, sorpresivo, al inicio de la guerra cuando a los estrategas japoneses les parecía posible neutralizar el poder estadounidense en el Pacífico), más adelante; a partir del momento en el que la derrota se perfilaba clarísima en el horizonte con la consecuente destrucción de su modo de vida, el inhumano código del guerrero, el bushidō; se acentuó en los militares japoneses con su carga poética. Basta repasar los rituales kamikazes[2]: jurar ante la bandera del sol naciente, brindar con sake, la cinta cosida por mil mujeres y recitar el jisei no ku. Todo esto para ir y estrellar un avión, en un intento desesperado e inútil, contra un barco enemigo. En estos, cuesta imaginar a un boy puesto en semejante trance, acudiendo a una forma tan elaborada de despedirse: Midway lo atestigua.

Antes aludía a lo inhumano del código[3] que seguían estos soldados (algo en lo que coincidirán los tres atacantes considerados en esta entrada, después de todo: ¿qué hay más inhumano que la premisa terrorista de justificar los medios con los fines?) y que se refleja en la frialdad –pese al dramatismo- de los poemas que les sirven de última palabra (el ya mencionado jisei no ku, puede adquirir la forma de un haikú o de un tanka). Al respecto destaca la figura del rōnin. Este samurái sin amo no tenía otra forma de expiar su condición que no fuese el junshi, el martirio por su señor (la leyenda  de los cuarenta y siete Rōnin es ilustrativa al respecto). En la guerra –y más ampliamente en la vida- no había alternativa al deshonor que no fuese la muerte. Esa muerte se envolvía en palabras para justificar su absurdo.

 

 

The insider.

I am the master of my fate:
I am the captain of my soul.

William Ernest Henley.

Resulta ingenua la incredulidad con la que los estadounidenses acogieron inicialmente la certeza de que el ataque terrorista al edificio federal Alfred P. Murrah, en Oklahoma, el 19 de abril de 1995 fue cometido por uno de sus propios ciudadanos. Una agresión de tal magnitud solo podía haber sido causada por un enemigo externo, nunca por un veterano de guerra, de una de sus guerras. Pero lo cierto es que el sentimiento anti federalista ha sido una constante en la historia de Estados Unidos desde la misma Revolución Americana. Pocas figuras lo encarnan tan bien como el histórico minute man, el miliciano que defiende su propiedad con sus armas, no con las de la república.

Timothy McVeigh, precisamente un wannabe minute man desquiciado, veterano de la primera Guerra del Golfo, perpetró el peor ataque terrorista en suelo estadounidense hasta esa fecha destruyendo un edifico federal –con una guardería en su segundo piso- con un camión lleno de fertilizantes.

Como último insulto contra las víctimas, Timothy McVeigh escogió el poema Invictus (1875) de William Ernest Henley como su última declaración escrita antes de ser ejecutado en junio de 2001. Esta elección de un poema victoriano como última palabra resulta –al menos a mí- sorprendente en buena medida. Primero por lo ajeno que tiene que serle a un militia man fanático de las armas, dotado solo con educación secundaria, limitado a los panfletos extremistas de la América profunda como único material de lectura y obsesionado con el gobierno federal; la poesía inglesa decimonónica, pero sobre todo por lo incongruente del sentido del que está imbuido el poema –o del que se le ha adjudicado- con ese uso grotesco.

Como se sabe Invictus[4] fue escrito por Henley de alguna forma como respuesta a una vida llena de privaciones, entre las que destaca la amputación de una pierna. Desde entonces el poema es una proclama de auto dominio sin parangón, un canto estoico que orienta ante la adversidad más cruel. De hecho le sirvió a Madiba; Nelson Mandela, como solaz durante su prisión sin esperanza de 27 años en Robben Island.

Yo mismo he recitado sus versos cuando no hay nada más.

 

 


Versos jihadistas.

Se os prescribe el combate, aunque os sea odioso. Es posible que abominéis de algo que sea un bien, y es posible que estiméis algo que os sea un mal.

Azora II, versículos 212 y 213.

La entrada del mundo en el siglo XXI se produjo en la mañana del 11 de septiembre de 2011. Sin advertirlo los Estados Unidos había entrenado y financiado en la década de los ochenta a su más perniciosa bestia negra: Osama bin Laden, que había corporativizado el terrorismo con su marca Al-Qaeda. Los ataques de la organización contra intereses estadounidenses fueron afinándose desde el primer atentado al World Trade Center en 1993, pasando por los bombazos en las embajadas americanas en África oriental, y el ataque al USS Cole, hasta alcanzar la más alta cota de daño[5] con la destrucción de la Torres Gemelas y el ataque al Pentágono.

Estos ataques reconfiguraron la política exterior estadounidense, lo que significa que todo el planeta sintió sus efectos. Mostró además la insalvable brecha que existe entre democracia y seguridad, enseñándonos que los ciudadanos de la parte privilegiada del planeta no dudan en cambiar esos privilegios/derechos políticos por un Gran Hermano.

Durante diez años la cabeza de Bin Laden fue el trofeo que faltó en la vitrina del Situational Room de la Casa Blanca, hasta que en mayo del año pasado la administración Obama colgó la de Gerónimo.

Tanto Al-Qaeda como el Talibán (inscritos en una práctica general de todo el radicalismo musulmán, considérese que el Corán están escrito en verso) se han expresado a través de poemas –pueden ser leídos en su sitio web-, no solo con una finalidad política, sino también para legitimar la muerte. Dado que la expresión última del extremismo islámico es el mártir de nuevo las palabras deben adormecer, deben confundir en un juego de espejos ideológico de significados maleables.

Han sido publicadas incluso antologías de poesía Talibán con el subsecuente debate estéril sobre si los editores (occidentales por cierto) son unos tontos más o menos útiles que sirven de vehículo de propaganda terrorista, sobre censura, libertad de expresión y demás.

En diciembre de 2001 Bin Laden plagiaba a un poeta árabe contemporáneo para describir los atentados de septiembre. En documentos encontrados en guaridas de Al-Qaeda durante los diez años siguientes abundan sus poemas. En algún papel se define a sí mismo como un “poeta guerrero”. Hay que entender el rol de la poesía en la cultura tribal a la que pertenece, y su intención pedagógica y de liderazgo: es a través de la palabra que se va erigiendo como la cabeza de un movimiento terrorista global.

 

Imágenes: Google y Wikipedia.

[1] Aún hoy vemos en las ediciones de Kawabata o de Mishima  –aunque no son poetas-  esas portadas con cerezos en flor o lánguidas muchachas japonesas con los rostros hieráticos bajo el polvo de arroz.

[2] Los nombres de las subdivisiones de esta unidad militar suicida –siempre según wikipedia-: Shikishima, Yamato, Asahi, y Yamazakura, corresponden precisamente a un jisei no ku.

[3] El Bushido, que se encierra en siete virtudes –todas llevadas hasta la muerte: rectitud, coraje, benevolencia, respeto, honestidad, honor y lealtad. Es muy fácil convertir esto en el reglamento de una academia militar.

[4] Out of the night that covers me, Black as the pit from pole to pole, I thank whatever gods may be For my unconquerable soul./ In the fell clutch of circumstance I have not winced nor cried aloud. Under the bludgeonings of chance My head is bloody, but unbowed./ Beyond this place of wrath and tears Looms but the Horror of the shade, And yet the menace of the years Finds and shall find me unafraid./ It matters not how strait the gate, How charged with punishments the scroll, I am the master of my fate: I am the captain of my soul.

[5] Iniciando la Era Post Americana.

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