Pinturas en la Oficina Oval: Cobb’s Barns, South Truro y Burly Cobb’s House, South Truro de Edward Hopper

Imagen:  @WhiteHouse

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Everything we see hides another thing, we always want to see what is hidden by what we see (…)

René Magritte

Estos cuadros son escogencias de Obama, no forman parte de la colección de la Casa Blanca. Los pidió en préstamo a principios de año al Whitney Museum. En buena medida son entonces un indicador de su gusto artístico.

Edward Hopper, salvo por algunos pocos cuadros producto de su estadía en Europa, se dedicó a pintar motivos urbanos y rurales que se encuentran a lo largo de la costa este de Estados Unidos. Tenía junto a su mujer Jo un estudio en Nueva York y otro en South Truro en Cape Cod, al este de Massachusetts. Los cuadros escogidos por Obama son producto de su estancia en esta última locación. Fueron pintados por Hopper entre 1930 y 1933.

La primera pintura, Cobb’s Barns, South Truro, es un oleo sobre lienzo de 87.2 × 127.2 cm. La segunda, Burly Cobb’s House, South Truro, también es un óleo sobre lienzo y mide 64.1 × 92.1 cm.

En ambos destaca la ausencia de figuras humanas. Solo graneros y casas cerrados en la mitad del campo. Vacío, silencio. En el primer cuadro algunos han querido ver una alegoría de los efectos de la Gran Depresión en el campo. En ambos, tal vez, hay una alusión a la modernidad y la forma en la que lo urbano va desfigurando el entorno rural estadounidense.

Algunos críticos catalogan a Hopper como hiperrealista (creo que la etiqueta exacta es nuevo realista o realista americano). A veces la exageración de algunos de los rasgos realistas de sus cuadros lo acercan al surrealismo. Esas clasificaciones escapan a lo que conozco.

Cobb’s Barns, South Truro. Óleo sobre lienzo. 87.2 × 127.2 cm. Imagen: http://whitney.org/

Cobb’s Barns, South Truro. Óleo sobre lienzo. 87.2 × 127.2 cm. Imagen: http://whitney.org/

Me gusta la pintura de Hopper no porque la entienda, sino por lo que siento al mirarlas: soledad, alienación (hay una lectura interesante en este enlace: http://www.letraslibres.com/revista/columnas/el-pintor-de-la-soledad). Supongo que hablo como un emo algo viejo para la gracia, pero me atrae –esta es una interpretación totalmente silvestre– cómo esconde esa alienación en sus coloridos cuadros llenos de gente que no se mira entre sí o de casas vacías.

De vez en cuando sucumbo a manías con temas o autores. Con Hopper fue la última vez que pude satisfacerlas sin tener que recurrir a amazon y a las sevicias de los courriers. Hace poco más de un año pude comprar en una librería real todo lo que Taschen ha editado sobre Hopper, además de una pequeña joya de Lumen: Hopper de Mark Strand. Durante la convalecencia de una enfermedad irreal, las pinturas de Hopper fueron una buena medicina. Una desolación que cura.

No sé porqué Obama escogió a Hopper o más específicamente estos dos cuadros suyos. Sin embargo hay consideraciones de una curadora del museo sobre iluminación, tamaño y disponibilidad que se explican en este enlace: http://whitney.org/WhitneyStories/HopperPaintingsInTheOvalOffice.

Burly Cobb’s House, South Truro. Óleo sobre lienzo. 64.1 × 92.1 cm. Imagen: http://whitney.org/

Burly Cobb’s House, South Truro. Óleo sobre lienzo. 64.1 × 92.1 cm. Imagen: http://whitney.org/

Tampoco podría elucubrar qué le transmiten esas imágenes. Dado que de la lista de siete pinturas en la Oficina Oval, solo escogió las dos de Hopper, es probable que estas sean las que más le gusten.

Le quedan un par de años para mirarlos junto a los otros que he mencionado en esta serie de entradas. Se me ocurre que de ser venezolano, al dejar de ser presidente –sí; ya sé: en Venezuela no se deja de ser presidente salvo que el cáncer se trate en la Habana–, Obama tan solo descolgaría los cuadros y se los llevaría a su casa como parte de un botín.

Pinturas en la Oficina Oval: “Statue of Liberty” de Norman Rockwell

La estatua de la Libertad’ de Norman Rockwell. Al pie, la escultura Bronco Buster de Frederic Remington –el Oeste, otro Estados Unidos que tampoco existe ya–. Imagen: http://www.nrm.org/

‘La Estatua de la Libertad’ de Norman Rockwell. Al pie, la escultura Bronco Buster de Frederic Remington –el Oeste, otro Estados Unidos que tampoco existe ya–. Imagen: http://www.nrm.org/

We humbly beseech thee so to inspire us.

Scout prayer

 

La siguiente pintura que comentaré de las que están en la Oficina Oval es ‘La estatua de la Libertad’ de Norman Rockwell, pintada en 1946. Un óleo sobre lienzo de 54.6 x 43 cm, que sirvió de portada a The Saturday Evening Post y que Spielberg le regaló a la colección de la Casa Blanca.

Aunque esta pintura de Rockwell está en la Casa Blanca desde mucho antes de la llegada de Obama (desde Clinton), lo cierto es que este parece cercano a algunos temas del pintor. Obama personalmente pidió prestada al Museo Rockwell la pintura The Problem We All Live With de 1963 para una exposición en la Casa Blanca en 2011.

Hay algo de ingenuidad en la pintura de Rockwell. Sus portadas para The Saturday Evening Post o sus pinturas sobre boy scouts o peloteros, o la serie con la que representó las cuatro libertades del discurso de Roosevelt, parecen pertenecer todas ellas a un mundo irreal.

Si pienso en la tierra de la libertad y el hogar de los valientes, sin duda la imagen que me acompaña es la de una pintura de Rockwell. Tal vez es solo el anacronismo de mirar sus pinturas  con ojos de hoy.

En este cuadro la Estatua de la Libertad, en la que unos trabajadores se afanan en la antorcha, le da la espalda al espectador. Aunque es un motivo del artista y no representa una remodelación real del monumento, lo cierto es que un trabajo como ese parece hecho a la medida de inmigrantes: duro, peligroso y sucio.

Es un lugar común mencionar cómo los inmigrantes se tropezaban con la estatua de frente al llegar a Estados Unidos hasta principios del siglo XX. Al respecto sugiero esta lectura: http://www.nps.gov/stli/historyculture/the-immigrants-statue.htm, de la Estatua de la Libertad como icono de los inmigrantes.

Inmigrantes y trabajadores. Debería usar una sola frase en realidad. Solo emigran pobres que necesitan un trabajo. Nuestra arrogancia venezolana alimentada con petrodólares se resquebrajó precisamente cuando lo entendimos hace pocos años.

Antes mencionaba eso de mirar las pinturas de Rockwell con ojos de hoy. Ya los inmigrantes no llegan a Estados Unidos en barcos a la bahía del Hudson. La mayor parte de ellos, aun con el endurecimiento de los controles fronterizos –eufemismo para militarización y paramilitarización de la frontera–, llega por el patio trasero a través de la frontera con México.

Ahí no hay estatuas, ni iconos de ningún tipo que los reciban, a no ser por cactus y coyotes –de los que andan a cuatro patas– o rifles de minutemen posmodernos. Ya no hay nada de la belleza romántica del –insalubre, largo e incómodo– viaje en barco. Eso se ha trocado en la sordidez con frecuencia mortal de la trata de personas que huyendo de la miseria atraviesan un desierto para llegar a un país en el que siempre serán considerados mano de obra deportable.

¿Cómo hubiese pintado Rockwell a un wetback?

Modiano, las perlas y la Ocupación

Banderas nazis en París. Imagen: www.dailymail.co.uk/

Banderas nazis en París. Imagen: http://www.dailymail.co.uk/

–¡Siga así, señora! ¡Que vean que no les tenemos miedo!

Irène Némirovsky. Suite francesa

 

Esta entrada está llena –más de lo normal– de lugares comunes y cosas que ya todo el mundo conoce.

Ayer se anunció que Patrick Modiano es el ganador del Premio Nobel de Literatura de este año. Es el escritor de París, del colaboracionismo y del mismo libro escrito una y otra vez. Esto lo sé por todo lo que he leído sobre él, ya que no lo he leído a él, y muy probablemente no lo haga. Vivo en un país que es una isla a la deriva en la que no hay libros y cuando los hay son tan caros que se impone cruelmente aquello de cine o sardina.

Casi siempre el Nobel me sirve para descubrir escritores. Ha sido así en los últimos años: Imre Kertész, Orhan Pamuk o Tomas Tranströmer entre muchos otros. A veces he podido leerlos, antes sus libros inundaban las librerías poco después de ganar el premio. Ahora ni en muchoslibros.com se consiguen. Supongo que me queda amazon y el pedacito de barril que me toca en forma de dólares para compras electrónicas.

Hoy algunos periódicos locales resaltaron el tenue –y al parecer insignificante– vínculo de Modiano con Venezuela: su abuelo comerció con perlas en Margarita, además tuvo una tienda en Caracas y Monte Ávila –cuando no se dedicaba a editar basura chavista con dinero público– editó algunos de sus libros. También escribieron para contar lo poco conocido que es Modiano por estos predios y describir de paso la indigencia de nuestras librerías y lectores.

No sé, como nunca tendremos un Nobel de Literatura y ya que los únicos productos culturales importantes para nosotros son el béisbol y las misses –anoche precisamente hubo una coincidencia estelar de ese kitsch venezolano por excelencia: peloteros y bellos pedazos de carne en trajes de baño–, nos arrimamos cuanto podemos al azar de que el abuelo de todo un Premio Nobel de Literatura haya pasado por aquí.

Viéndolo bien, Venezuela sí tiene un profundo nexo con Modiano; aunque no con su historia personal, sino con su obra. A pesar de haber nacido en 1945 –o tal vez precisamente por eso: como Proust intenta recuperar el tiempo perdido–, Modiano escribe sobre la Ocupación, no desde la perspectiva heroica y ridículamente falsa de un De Gaulle, sino desde la más real de una sociedad postrada de buen grado ante el enemigo que la derrotó sin pelear.

Imagen: diariodecaracas.com/

Imagen: diariodecaracas.com/

Cuando leí la peste de Camus era aún más ignorante de lo que soy hoy –lo cual es mucho decir– y no entendí la metáfora a la que aludían las ratas invadiendo Orán. Con el tiempo y suficientes lecturas después, descubrí que se refería a los nazis. En su versión de la Ocupación, Camus no describe el acuerdo con el invasor, sino el terror y la locura que causa su llegada y cómo unos pocos la enfrentan con valor. Camus alude a la resistencia francesa, a esos pocos que pelean sabiendo que no pueden ganar. Los libros de Modiano completan la historia y muestran una y otra vez a los bons vivants amis de los boches.

En Venezuela las ratas empezaron a aparecer en 1992, tal vez poco antes y no lo advertimos. Siendo honestos y a pesar de la costosa resistencia de unos –dependiendo del momento han sido muchos o pocos, pero nunca han sido todos–, la sociedad no ha tenido ningún problema en convivir con ellas, ha adoptado con gusto sus maneras, su neolengua. Vive según sus reglas.

Muchos de los más vocingleros opositores de hoy –como la mayor parte del país en 1998– consideraron hasta hace no mucho que un militar golpista y sus huestes eran una alternativa. Otros no tienen ningún problema en negociar con bolichicos y funcionarios, total; los dólares son verdes no rojos. Yo mismo atiendo uno que otro cliente chavista, aunque debo reconocer que cargo un poco la mano al cobrarle y soy más inepto de lo habitual al llevar sus asuntos.

Ayer también empezó a usarse la sofisticada tarjeta de racionamiento en Venezuela. Comenzó discretamente –las ratas se cuelan de a poco– en una cadena de supermercados pública y otra privada, si es que tal cosa existe todavía. Una antigua profesora mía lo describe como ‘La mansa humillación dactilar’.

Eso es lo que las ratas siempre me han parecido: animales mansos, sumisos. Es el asco que nos producen lo que las convierte en amenazadoras. Por lo que he visto en mi país desde hace demasiado tiempo ya, lo que las ratas le transmiten a las sociedades que ocupan es precisamente esa sumisión, no la peste. Me gustaría leer a Modiano para ver eso escrito por un Nobel.

Pinturas en la Oficina Oval: “The Avenue in the Rain” de Childe Hassam

We are the Dead. Short days ago We lived, felt dawn, saw sunset glow, (…)

In Flanders Fields. John McCrae

 

La siguiente pintura –la cuarta– que comentaré de las que están en la Oficina Oval, es “The Avenue in the Rain” de Childe Hassam, 1917. Este es un óleo sobre lienzo de 106,7 x 56,5 cm que pertenece a la colección de la Casa Blanca desde los tiempos de Kennedy, y que Obama decidió que adornase la Oficina Oval desde su llegada a la presidencia.

Como se sabe, esta es una de las 30 pinturas de la ‘Serie de las banderas’ creadas por Hassam entre 1916 y 1919, inspiradas por un desfile en la Quinta Avenida de Nueva York que aupaba la participación de los aislacionistas Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. A la que está en la Casa Blanca se le considera la más impresionista de la serie. En ella vemos banderas estadounidenses y sus reflejos casi indistinguibles, como borrados por la lluvia.

Hassam es el único impresionista de los exhibidos en la Oficina Oval hoy.

Atrapar en una pintura la impresión de un momento. Una percepción que puede durar solo segundos. Una contradicción insalvable. He ahí la definición de impresionismo, tan despectiva en su origen. Para conseguirlo las pinceladas debían ser frenéticas, lo que en buena medida le daba a los cuadros ese aspecto ‘inacabado’ que detestaba el vulgar gusto burgués.

La pintura impresionista me gusta –aparte del color y de esa tendencia a mostrar únicamente la parte bella de la realidad, como si el lienzo fuese refractario a la fealdad– porque más allá de ese lugar común, requiere ser completada siempre por la mirada del espectador. No hay otra forma de entender lo representado en los cuadros impresionistas de Renoir o Cézanne, por solo citar dos de sus maestros, que mirar desde la distancia correcta.

Esta pintura de Childe Hassam requiere sin embargo ser completada con una mirada más allá del marco. Porque en ella vemos las banderas antes de la guerra –aunque no exactamente en la tan común celebración insensata de la muerte–, y siempre va a faltar la imagen de las banderas luego de la guerra. Solo así un cuadro que llama a la guerra estaría completo.

 

Pinturas en la Oficina Oval: “The Three Tetons” de Thomas Moran

Imagen: wikimedia.org/

Imagen: wikimedia.org/

How the west was won and where it got us.

REM

 

La tercera pintura de las siete que cuelgan en la Oficina Oval hoy y que comento en esta serie de entradas es The Three Tetons de Thomas Moran, quien pintó en 1895 este óleo sobre lienzo de 52.4 x 77.5 cm, perteneciente a la colección de la Casa Blanca. Este cuadro es el único que sólo representa un paisaje natural, sin ninguna construcción humana. También es el único pintado por un artista de origen extranjero aunque luego nacionalizado.

En el cuadro está pintada la fila de montañas con el nombre mencionado (derivado del francés les trois tétons, Las Tres Tetas, ¿quién lo diría?: los gringos tienen su propia versión de Las Tetas de María Guevara), dividida entre los parques Yellowstone y El Gran Tetón, y que forma parte de las Montañas Rocallosas.

No he estado en los Estados Unidos, pero se me hace difícil imaginar un recodo verdaderamente salvaje en ese país. Están, cómo no; las áreas protegidas que contienen parques, bosques y manglares, pero aun las más extensas y recónditas se me antojan civilizadamente acotadas. Por más que Yellowstone haya sido el primer parque nacional del mundo –tal vez por eso mismo–, cuando pienso en la naturaleza de los Estados Unidos pienso en The Smokey Bear (el Oso Fumarola), un animal tan artificial que usa uniforme y habla.

Es un lugar común –no por ello menos cierto– que la modernidad estadounidense es el resultado del dominio de la naturaleza que se extendía hacia el oeste del país. Aún se muestra díscolo el clima con sus tornados y tormentas, amén de una que otra sequía, pero de resto hasta los terremotos se muestran domeñados hoy.

Las Rocallosas son la última gran barrera en el camino hacia el Oeste, que es el escenario de la primera expansión estadounidense. Porque se nos suele olvidar que mucho antes de tragarse la mitad de México, los Estados Unidos comenzaron a ser un imperio al unir San Luis con el Pacífico, asimilando todo lo que había en medio. Moran mismo hizo los bosquejos que usaría para pintar su cuadro mientras acompañaba una expedición militar.

Bandera del Estado de Wyoming. Imagen: wikipedia.org/

Bandera del Estado de Wyoming. Imagen: wikipedia.org/

El Oeste fue asimilado y la naturaleza que contenía fue convertida en esa versión ordenada y limpia que se exhibe en los parques nacionales del norte. Aunque propongo la idea –tampoco nada original– de que el salvaje oeste perdió lo salvaje a punta de ciudades, trenes y autopistas, pero no los hombres que lo conquistaron. De hecho, pronto el Pacífico dejó de ser la última frontera y –ahora sí luego de deglutir México– la siguiente expansión estadounidense se llevó a cabo en Filipinas y Guam (también en Cuba y Puerto Rico de este lado del hemisferio) al derrotar a España a finales del siglo XIX. En buena medida la expansión no ha terminado y tampoco nunca dejó de pelearse como en las Guerras Indias.

Tal vez Obama mira la pintura The Three Tetons y piensa en nuevas expansiones –¿a dónde?– o tal vez piensa como Adriano en 117 de nuestra era que ya el Imperio alcanzó sus límites y que pese a Irak y Siria, hay fronteras que ya no pueden ser defendidas. Eso o tal vez ese cuadro sólo le inspire planear unas vacaciones en El Gran Tetón cuando ya no sea presidente.

Pinturas en la Oficina Oval: “Abraham Lincoln” de George Henry Story

Él no quería irse a ningún sitio, y menos a un país donde una negra no podía vivir como una persona normal…

Leonardo Padura. Herejes

 

La siguiente pintura que se encuentra en la Oficina Oval hoy y que me sirve de excusa para consumir unos kb de mi blog es el retrato de Abraham Lincoln, de George Henry Story, circa 1915. Éste es un óleo sobre lienzo de 76.8 x 64.1 cm, perteneciente a la colección de la Casa Blanca.

Como se sabe Story fue curador del Met entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Su vínculo con Lincoln le llevó a decirle al presidente cómo posar para su primera foto oficial, además de que sus bosquejos del personaje han servido como fuente para retratos posteriores.

Ya advertía que escribo desde la ignorancia. No sé nada de arte y por eso en esta serie de entradas sobre pinturas, lo menos que hago es escribir sobre estilos o colores. En realidad no sé nada sobre ningún tema, pero me gusta perorar sobre política e historia, y este retrato de Lincoln me da una buena excusa para hacerlo.

Luego de Ferguson[1], tal vez no es un exabrupto decir que la Guerra Civil estadounidense no terminó del todo. Solo se mudó a los suburbios pobres. Hay lecturas interesantes sobre el asunto en estos enlaces: http://time.com/3111727/ferguson-missouri-michael-brown-hyper-segregated/, http://www.washingtonpost.com/opinions/michael-gerson-ferguson-and-the-paradox-of-american-diversity/2014/08/14/95e2a824-23e3-11e4-958c-268a320a60ce_story.html y http://www.nytimes.com/2014/08/15/us/ferguson-images-evoke-civil-rights-era-and-changing-visual-perceptions.html, respectivamente.

Siempre me ha llamado la atención el racismo institucionalizado de ese país, y ahora más que nunca: si termino por convertirme en un balsero del aire y aterrizo en la Unión, sería una víctima de él.

El racismo allá no es solo una tara moral, es un rasgo cultural. El origen de los antepasados de cada persona es su verdadera identidad. Así, en los Estados Unidos, antes que an US citizen, primero se es ítalo americano[2], hispano o afroamericano[3].

Estos últimos son mis favoritos. Los negros estadounidenses tienen su propio inglés, su música, su pollo frito y su kool aid –perdón por el estereotipo racista MLK–, en fin: tienen su propio país dentro de los Estados Unidos.

Sobra que diga que Lincoln es el genio tutelar de Obama. Cuán frustrante debe ser para éste mirar en la Oficina Oval el retrato de aquel y constatar que en 2014 un negro de los suburbios sigue ocupando el lugar que tenía en el Sur en 1865, sabiendo al mismo tiempo que ninguna de las políticas que diseñe desde esa oficina cambiará eso.

 

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[1] Aparte del racismo estos disturbios también pusieron el foco en la naturaleza del estado policiaco en el que se han convertido los Estados Unidos luego del 11 de septiembre, con unas policías devenidas en grupos paramilitares. También se han hecho consideraciones sobre las consecuencias de la periurbanización. Se puede leer al respecto aquí: http://www.washingtonpost.com/news/storyline/wp/2014/08/12/why-the-police-shooting-riots-in-ferguson-mo-had-little-to-do-with-ferguson/.

[2] El censo de ese país –nos dice Wikipedia– reconoce explícitamente cinco grupos étnico lingüísticos: blancos (los ítalo americanos entrarían aquí), negros, amerindios o nativos americanos, asiáticos, hawaianos nativos o isleños y tácitamente el grupo de los multirraciales. Los latinos o hispanos en realidad no son considerados un grupo aparte, sino que se ubican dentro de alguno de los anteriores, así; hay blancos no hispanos y blancos hispanos por ejemplo. En esta última sub raza o cuasi raza –no sé cómo decirle– se encuadran los cubano americanos con poca melanina, o los mexicano americanos, y varios de los cada vez más abundantes venezolano americanos, entre otros. Me aventuro a proponer entonces, nada originalmente por cierto, que los únicos estadounidenses verdaderos son los nativos americanos que se salvaron del ejército, las enfermedades y el alcohol.

[3] El nombre de este grupo étnico fue copiado servilmente por el chavismo en su ridícula cruzada anti racismo –el problema más acuciante del país, ¿no? –, por lo que hoy más de un pendejo lobotomizado habla de afrodescedientes para referirse a los negros de siempre. Al menos la ridiculez no ha dado aún en llamar a los chinos de toda la vida como asiático descendientes o a los portugueses –en desbandada junto a españoles e italianos–, europeo descendientes. A estos se les sigue diciendo muertos de hambre. Ya se sabe: para el chavismo las razas endógenas (sic) son mejores que otras.

Pinturas en la Oficina Oval: “George Washington” de Rembrandt Peale

George Washington de Peale, c. 1850. Imagen: http://commons.wikimedia.org/

George Washington de Rembrandt Peale, c. 1850. Imagen: http://commons.wikimedia.org/

Cedant arma togae, concedat laurea laudi.

Cicerón

 

La primera pintura de las que adornan hoy la Oficina Oval –esta es una de las dos que retratan a Washington y que han acompañado a casi cada administración estadounidense– a la que me referiré en esta entrada, es la del título: “George Washington”, del pintor neoclásico Rembrandt Peale. Es un pequeño óleo sobre lienzo cuya versión original su autor pretendió fallidamente que fuese el retrato canónico del personaje.

Washington es para los estadounidenses lo más cercano a eso que en Venezuela llamamos Padre de la Patria. La figura carece empero de la devoción religiosa que aquí nos lastra. Más exactamente, Washington es uno de los Padres Fundadores. En esta denominación grupal se percibe el adn de la democracia de ese país. No le deben su libertad a un caudillo divino sino a un conjunto de prohombres.

Contradiciendo mi argumento –aparentemente– la pintura que cuelga en la Oficina Oval es irónicamente, una copia de las muchas que Peale hizo de su cuadro Patriæ Pater de 1824 que está en el senado estadounidense y que representa al General Washington de civil. La versión que está en la Casa Blanca (aproximadamente de 1850) muestra a Washington en uniforme militar.

En la bibliografía que leo para escribir esta entrada, me encuentro con que el honor de ser nombrado Padre de la Patria fue otorgado por el senado romano a Cicerón pasando por Augusto o Calígula, e inclusive a Nerón. Desatinadas la mayoría de estas escogencias romanas. Parece que así como los hombres crean dioses crueles a los que luego –en la más representativa muestra de locura– se someten, también fabrican Padres de la Patria que los devoran con avidez.

George Washington (Patriæ Pater) de Rembrandt Peale, 1824. Imagen: http://www.senate.gov/

George Washington (Patriæ Pater) de Rembrandt Peale, 1824. Imagen: http://www.senate.gov/

Aunque esa pintura de Washington en la Oficina Oval tal vez nos dice que los países pueden tener héroes que no los fagociten generación tras generación, que hay próceres que no tienen que ser la excusa para la tiranía.

A lo mejor es solo un rasgo de cordura política, porque pese a la demencia de Vietnam o Irak, un presidente estadounidense puede decorar su oficina con el retrato de un héroe militar, puede hasta copiar algunos de sus giros retóricos, pero tiene a su vez la sensatez de no creerse el heredero de aquel y mucho menos pensar que deba regresar al país al tiempo de las cargas a caballo contra los ingleses.

Tal vez por eso y pese a cualquier exceso del Tío Sam, nunca veremos al país llamarse Washingtonian United States of America.

Pinturas en la Oficina Oval

Imagen: washingtonpost.com/

Imagen: washingtonpost.com/

“Nevertheless, we will come to learn that the devil is in the detail.”

Suelo enseñar que la libertad trae aparejado un peso insoportable. Elegir a cada instante, tomar miles de decisiones; desde la más trivial hasta la más importante, sin saber nunca cuál es una y cuál es otra. Anular a cada momento una versión de nosotros, desechar una vida posible. Por ese peso es que nos resulta tan fácil renunciar a la libertad: queremos desesperadamente dejar de elegir.

Hace tres días, Barack Obama decidió hablar a la prensa usando un traje claro –y según algunos muy mal cortado–, dejando de lado el tradicional azul oscuro o negro, lo que levantó una polvareda.

Se le censuró la combinación equivocada entre un traje de verano –aunque ¿en qué otro momento del año es más oportuno un traje de verano que a finales de agosto?– y la gravedad de los temas a tratar. Como es harto conocido, desde hace unos meses, ser presidente de los Estados Unidos es un trabajo poco envidiable: putinadas, terroristas que decapitan periodistas con las manos atadas a la espalda, Ferguson y demás.

Se alegaba que ese traje claro –me preguntó porqué existen trajes que no son negros, grises o azul marino– era un símil de la blanda respuesta de Obama a las crisis. La revista TIME se burla en este artículo: http://time.com/3214633/barack-obama-tan-suit/. Por su parte el Washington Post lo toma más en serio  como se puede leer aquí: http://www.washingtonpost.com/blogs/post-politics/wp/2014/08/31/obama-foreign-policy-sparks-bipartisan-criticism/?tid=hpModule_f8335a3c-868c-11e2-9d71-f0feafdd1394&hpid=z9.

Piénsese aquí en el peso de las decisiones que mencionaba antes. Obama tiene que elegir si aumenta la escalada con Rusia, si termina de aliarse a Bashar al-Assad e Irán para destruir al Daish y también de qué color usará el traje.

Como algunas de esas decisiones determinan en buena medida el orden mundial, me pregunto cómo se toman. Y no me refiero al proceso de toma de decisiones suficientemente estudiado y descrito, aludo a gestos más pedestres: ¿sube Obama los pies sobre el escritorio de la Oficina Oval y se masajea el ceño antes de decidir? ¿Pone algo de buen soul mientras sopesa si le aprieta las tuercas a Putin y causa de paso la Tercera Guerra Mundial?

Imagen: movil.pro/

Imagen: movil.pro/

No tengo forma de saberlo con exactitud. Solo sé qué arte mira mientras trabaja en la Oficina Oval. Es generalmente conocido que en ella están hoy las siguiente pinturas: “George Washington” de Rembrandt Peale, c.1850, “Abraham Lincoln” de George Henry Story, c. 1915, “The Three Tetons” de Thomas Moran, 1895, “The Avenue in the Rain” de Childe Hassam, 1917 y “Statue of Liberty” de Norman Rockwell, 1946.

A esas cinco pinturas de la colección de la Casa Blanca, Obama agregó dos prestadas por el Whitney Museum en febrero de este año: “Cobb’s Barns, South Truro,” y “Burly Cobb’s House, South Truro”, ambas de Edward Hopper, pintadas entre 1930 y 1933.

Ya he escrito antes (algo de onanismo: https://esclvsa.wordpress.com/2012/10/23/la-alfombra-de-barack-obama/) sobre cómo cada administración desde la última parte del siglo XX redecora la Casa Blanca. Obama ya lo había hecho parcialmente en agosto de 2010. La adición de los cuadros de Hopper será su última intervención.

Tal vez esos cuadros inciden en la toma de decisiones del hombre más poderoso de la tierra –¿o ya no lo es? –, por eso y por lo mucho que me gustan las pinturas de Hopper, escribiré sobre cada una de ellas –desde mi ignorancia sobre arte, he de aclarar– en las próximas entradas.

Paz

Imagen: @daniel_isita

Imagen: @daniel_isita

Hay una frase de Alberto Manguel: “Maybe this is why we read, and why in moments of darkness we return to books: to find words for what we already know.” En español es ligeramente distinta, habla sobre la certeza puesta en palabras.

Tengo años sin leer a Octavio Paz, también hace años que camino sin certezas. Tal vez deba volver a leerle. Por eso y a propósito de los 100 años de su nacimiento va esta entrada con su discurso por el Nobel de literatura de 1990.

 

La búsqueda del presente

Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español … pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con D’ Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuándo se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. «Vuelven de la guerra», me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

Librería Octavio Paz de @FCEMexico en Mexico DF. Imagen: @Conaculta.

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¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la «postmodernidad». ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de «europeizar» a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.

*

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como «postmodernidad», no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

 

From Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1990, Editor Tore Frängsmyr, [Nobel Foundation], Stockholm, 1991

 

*Disclaimer Every effort has been made by the publisher to credit organizations and individuals with regard to the supply of audio files. Please notify the publishers regarding corrections.

 

Copyright © The Nobel Foundation 1990

«Octavio Paz – Nobel Lecture: La búsqueda del presente». Nobelprize.org. Nobel Media AB 2013. Web. 31 Mar 2014. http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1990/paz-lecture-s.html

 

El coronel Kilgore ataca en Chacao

Fotograma de la película Apocalypse Now.

Fotograma de la película Apocalypse Now.

War is Hell.

General Sherman

La célebre escena en Apocalypse Now en la que los estadounidenses atacan un pueblo vietnamita con la Cabalgata de las Walkirias tronando desde los helicópteros artillados resume la demencia militar.

El personaje que comanda a los happy boys de la ficción es el coronel Bill Kilgore –el mejor Robert Duvall–, un militar delirante que cree que puede ganar la guerra solo porque el napalm no deja ni los restos de los muertos luego de horas de bombardear una colina.

En la película el objetivo táctico de esa batalla que se pelea con Wagner de fondo –como una maldición su música es perniciosamente cercana al fascismo– es permitir que los estadounidenses surfeen en una playa excepcional por sus olas. La estúpida pero cruel demencia militar.

Durante los últimos asaltos chavistas a Chacao, en Caracas, la guardia nacional ha usado parlantes que reproducen a todo volumen a Chávez cantando ‘patria querida’, el himno cubano o música llanera –también la fastidiosa música de Alí Primera, una muy buena ironía esa de que los represores usen su música de protesta, sin pagar derechos de autor claro está–.

Ride of the Valkyries Flauta M-1¿Cuál será el objetivo de los milicos al atacar a civiles inermes mucho después de que los manifestantes han sido disueltos y capturados con la voz de Chávez como fondo? ¿Intimidar? ¿Desmoralizar? ¿A quién puede asustar la voz de Chávez, ese pesado cadáver que sus herederos no han querido enterrar?

En vida sus palabras ni siquiera intimidaban. Esa retórica suya vulgar e incoherente que expresaba muy bien las terribles limitaciones de quien nunca debió ser presidente, sirvió en realidad para inflamar a la oposición a su régimen.

Recordamos el vergonzoso espectáculo del 7 de abril de 2002 en el que remedando a un árbitro de fútbol botó en televisión a los gerentes de PDVSA con un pito. Menos de una semana después renunciaba para luego llorar a la espera de su destino.

Ex militares han indicado que lo que hace la guardia nacional chavista en Chacao es una táctica de guerra psicológica –también cortan la electricidad justo antes de los ataques–. No lo creo así. Eso sería darles demasiado crédito a los mismos gorilas que quebraron el país con el barril de petróleo a 100 dólares.

Esas agresiones de los militares cada vez más cercanos a una banda de malandros que adornan la represión con Chávez gritando desde una corneta –tan invasión de Panamá en 1989–, se parece más bien al salvajismo machista con el que en este maldito país un guapo borracho y armado nos impone su música marginal –o los ladridos de su perro– a todo volumen, toda la madrugada.

Otros guapos armados nos imponen la revolución y el socialismo con una violencia feroz que ahoga cualquier otra voz. Nos obligan a oír en medio del terrible aquelarre de la represión.

Al final como se sabe, los estadounidenses nunca supieron qué asustaba a los vietnamitas[1], ninguna de sus armas hizo mella nunca en su voluntad de pelear.

 

Imágenes: http://www.tocapartituras.com/2012/01/la-cabalgata-de-las-valkirias-de-wagner.html, http://www.tocapartituras.com/2012/01/la-cabalgata-de-las-valkirias-de-wagner.html y  http://www.psywarrior.com/DeathCardsAce.html respectivamente.


[1] satcongCardEn la película también vemos cómo luego de matar enemigos, Kilgore deja sobre sus cadáveres cartas de póker. Son las denominadas cartas de la muerte –death cards– que el verdadero ejército estadounidense usó en Vietnam como táctica de guerra psicológica derivada de la errónea creencia de que eso asustaba al vietcong, también para humillar por supuesto.

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