Stanislavsky dijo que el teatro es un laboratorio de las pasiones, lo mismo podríamos decir del fútbol; y Pirandello señaló que el teatro era una metáfora del delirio, y también podemos decir eso de este deporte (…)
Juan Villoro
Hace unos días le preguntaba a una amiga si era fan de los 80. Hoy todo el mundo lo es, lo que representa una forma innecesaria de ajarlos. Ella me respondió que sí, que lo era, pero de los clásicos. Inicialmente no entendí a qué se refería con eso de «los clásicos»: podían ser los pelos de Cindy Lauper, los calentadores de Jane Fonda o qué se yo; por suerte resultó que es fanática de las películas de los 80, como dios, en su inmensa sabiduría, manda que sea. Hay una de ellas que me vino a la cabeza en estos días cuando veía una foto de Sylvester Stallone y su forma de vida: un anciano con tatuajes para cubrir las venas rotas por levantar pesas junto a un hot rod.
Sylvester Stallone es un epitome de la cultura estadounidense y no me refiero esta vez a Rocky y Rambo –que también–, sino a una de las formas en las que creo que Estados Unidos fabrica cultura: no robándosela a una civilización más refinada como hicieron romanos o aztecas, ni tampoco solo construyéndola a partir de un par de mitos, como en realidad han hecho, sino también intentando colonizar con el american way aquellas manifestaciones que siendo mayoritarias, globales, aún se les resisten. Hollywood trató de hacer esto, usando a Sly, en una de mis más entrañables películas ochenteras: Fuga la Victoria (Victory) de 1981, que es ochentera no tanto por la fecha de estreno sino porque Venevisión la pasó tantas veces en cine millonario los domingos durante esa década que bien podría tener yo hoy un trabajito en Meridiano TV hablando paja sobre partidos de fútbol y hacerlo muy bien.
En la película se cuenta cómo durante la Segunda Guerra Mundial un equipo de fútbol formado por prisioneros de guerra aliados se enfrenta a uno de soldados nazis, lo derrota y se escapan. Escapismo puro porque como se sabe, la trama es una ucronía como la de Tarantino en Inglourious Basterds solo que más cursi: se basa en El partido de la muerte de 1942 en el que jugadores ucranianos luego de derrotar a soldados nazis en un par de partidos (uno de ellos arbitrado por un cerdo de las SS), fueron asesinados en su mayor parte.
El intento de americanizar el fútbol –el de verdad, el que se juega todo el tiempo con los pies (salvo cuando cierto drogadicto argentino jugaba en mundiales contra Inglaterra por allá en la mima década), a pesar del peyorativo mote de soccer– es muy burdo: ¡hacer pasar a Stallone por arquero! Esa tosquedad queda de manifiesto sobre todo si se compara esa escena en la que taclea a un delantero, con cualquiera de las jugadas que, coreografiadas antes por él mismo, ejecuta Pelé. Aparte de estas escenas/jugadas en lo que más bien parece una caimanera entre panas/estrellas: Bobby Moore, Osvaldo Ardiles, Pelé, en medio de la cual alguien plantó una cámara; la película me resulta inolvidable porque en ella Max von Sydow interpreta al único nazi buena gente de la historia del cine.
Hoy recordé la película de nuevo cuando leí que Israel ha prohibido que los presos de Hamas vean los partidos del mundial (en este enlace puede leerse al respecto: https://elpais.com/internacional/2018/05/28/actualidad/1527499883_233580.html): presos y fútbol en el mundo real esta vez. Incluso luego de leer en Eichmann en Jerusalén cómo el holocausto es parte del mitologema que da sostén al Estado de Israel, los judíos me caen bien. Pero esa simpatía tiene dos muescas feas, a qué negarlo: los más de 50 muertos hace un par de semanas cuando Trump inauguró su Embajada en Jerusalén y esto del mundial. Porque es una coñoemadrada negarles el Mundial a unos presos sin esperanza, a los que la muerte les muestra de vez en cuando su cara más sucia.
Por eso, el que Lorenzo Mendoza haya comprado los derechos del Mundial para cedérselos a los canales locales en Venezuela, merece el United Nations Human Rights Prize. Y esta, aunque se le parece mucho, no es una jalada; es solo la opinión de un preso que no puede escapar.
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