Guerra híbrida o la nueva cobardía

God will not have his work made manifest by cowards. Always, always, always, always, always do what you are afraid to do. Do the thing you fear and the death of fear is certain. Ralph Waldo Emerson

Escribo este artículo como un antiácido. Espero funcione o tendré una tronera en el estómago.

La primera vez que me topé con el concepto de hibridez aplicado a las ciencias sociales fue en el libro de García Canclini Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, esa suerte de biblia de todos los departamentos de ciencias sociales de América Latina hace unos 20 años.

Por alguna especie de conexión defectuosa mi cerebro vincula el concepto de hibridez con la acidez. Así era hasta hace poco, cuando la acidez de la hibridez dejó de ser solo sinestesia y pasó a ser algo menos imaginario.

En el último par de semanas un analista —aunque aquí peca más bien de ser un comentarista de twitter— expuso su idea de que Venezuela sufre una guerra híbrida. En pocos días las redes sociales ampliaron el alcance de esta peregrina idea. Los académicos encontraron una frase sobre la cual perorar y citar y volver a perorar, los portales hallaron un filón para aumentar el tráfico y nuestra derecha wannabe salivó porque alguien que no parece un loco chiflado le dio algo de legitimidad a una de sus más caras fantasías.

Porque lo cierto es que la idea no es novedosa, tiene un buen rato siendo macerada por estos lares. Primero fue uno de los mantras del chavismo para militarizar aún más a la sociedad al tiempo que destruían la democracia bajo la tutela cubana.

Pendejadas como la guerra híbrida, la guerra de cuarta generación o la guerra asimétrica le ofrecieron al régimen una coartada para hacerse más salvaje. La idea es un refrito tercermundista de vieja data: los malvados Estados Unidos son la potencia militar más poderosa del mundo, pero pueden ser derrotados si se les arrastra a una guerra asimétrica. Vietnam era la prueba. Cada viejito famélico y desdentado disfrazado de miliciano en Venezuela es un producto directo de esta alucinación.

La otra forma en la que el chavismo instrumentalizó el concepto de guerra híbrida fue usándola para describir la presión que los Estados Unidos bajo Bush hijo primero, y Obama después, ejercían a veces cuando se acordaban de Venezuela. Con esa excusa más de un perro de la guerra les vendió a esos cerdos nuestros llamados militares algo de chatarra.

Pero la paradoja es que el mismo concepto ha sido usado con fruición por esa derecha nuestra, la misma que admira a Pinochet, cuya fantasía húmeda más recurrente es una invasión militar estadounidense que instale en el poder ya no a María Corina —los traicionó cuando ordenó a sus diputados apoyar la continuidad de la Asamblea Nacional, es decir: apoyar al mismísimo Guaidó, en enero de este año— sino a algún simio fascista que no tiene nombre aún.

Antes, ya algunos círculos académicos, y otros no tanto, habían encontrado en la guerra híbrida un fetiche para, primero, explicarse el fracaso en derrotar el chavismo y luego para justificar la inacción que propone esa misma derecha wannabe nuestra. Una de mis clases de postgrado —sí: las universidades venezolanas aún existen y dictan clases— se pasó 12 semanas masticando la idea de que como Venezuela padece una guerra híbrida la única forma de resistencia contra la dictadura chavista es tuitear pidiendo que vengan los GI Joe. La verdad sea dicha: nuestra charla siguió las normas APA en todo momento.Fueron semanas de desmenuzar a Michael Walzer y su libro Guerras justas e injustas a medida que se le erigía en una suerte de mesías que había explicado por fin la realidad venezolana al mismo tiempo que describía el remedio infalible para derrocar el chavismo. El problema era que justo en su momento de máxima presión, la administración Trump no estaba convencida de que librar una guerra en Venezuela fuese algo que valiese la pena —por cierto: el record de los Estados Unidos peleando guerras híbridas no es muy buen que digamos—. La única guerra justa que Trump quería ganar usando a Venezuela era la guerra electoral en Florida en noviembre de 2020. Me temo que sobre esa guerra Walzer no decía nada.

Una de mis películas más entrañables es La guerra de los botones (la versión de Yves Robert) basada en el libro de Louis Pegaud. Creo que se debe a que varios de los niños que actuaron en ella no eran profesionales, así que mucho de la película consistió en filmar a unos niños mientras juegan. Pero además por la metáfora de mostrar cómo los asuntos de vida o muerte de los adultos en realidad son juegos de niños.

En la película es divertido ver la seriedad con la que esos mocosos imitan a los adultos en una de sus locuras más destructivas. El problema de la estupidez de la guerra híbrida es que esta vez se trata de adultos que se comportan como niños cobardes ante un dilema que no es un juego.

Porque pese a la forma cruel con la que la dictadura chavista mata y ha matado en Venezuela, aquí no hay una guerra; ni híbrida, ni mezclada, ni batida. Esto no es Yemen o Siria, mucho menos Ucrania, ni siquiera Yugoslavia en los noventa del siglo pasado. Por escribir esta pendejada no dormiré en la cárcel hoy. Esta noche no serán violadas en masa millones de mujeres venezolanas ni los hospitales serán bombardeados con bombas de barril.

Pese a su poder, a los mercenarios rusos o la tecnología de vigilancia china, el chavismo sería derrotado si todos los que sufrimos la humillación de pasar hambre lo enfrentáramos, no disfrazados de los Avengers como en 2014 o 2017, sino con la misma valentía e inteligencia con los que Europa oriental echó al totalitarismo comunista. Pero eso es mucho pedirle a una sociedad que en realidad no quiere ser libre porque es profundamente cobarde. Por eso elige irse o tuitear.

Llamar a esto guerra híbrida sirve para ser popular un rato en la red, pero no es otra cosa que una más o menos inteligente excusa cobarde para no hacer nada salvo esperar que Trump gané en 2024 y ahora sí venga y desate su fuego y furia sobre la abominación comunista.

Mortadela

The poor man must walk to get meat for his stomach, the rich man to get a stomach to his meat.

Benjamin Franklin

La Caracas moderna fue construida por hombres que comían mortadela, muchos de ellos eran italianos que comían este fiambre porque era el más parecido a los salami que comían en su país, además de que era el que podían pagar. Mi abuelo fue uno de ellos. Desde esos días siempre he vinculado a la mortadela con la historia política venezolana. En los cincuenta era —recuerden que esta es mi particular forma de entenderlo—, contrario a la manera despectiva con la que se le vería luego, un signo del progreso atiborrado de petróleo con el que ese gordito disfrazado de general, Pérez Jiménez, creyó que podría adormecernos. Mucho después, habiendo estudiado en un liceo que formaba obreros especializados, la mortadela de los desayunos me explicó, como pocas cosas, el concepto de estratificación social.

            Supongo que por esa temprana formación sentimental es que aún hoy prefiero la mortadela al jamón, aunque eso delate mi alma proletaria. Mi favorita es esa que tiene puntos de pimienta. Si tuviese que escoger mi último bocadillo sobre la faz de la tierra con toda seguridad sería una canilla de pan, no muy tostado, con lonjas muy finas de mortadela y mostaza. Podría despedirme sonriendo con un bocado de eso en la boca.

            Había olvidado el vínculo entre la mortadela y la política. Me habían obligado a olvidarlo de hecho. Y es paradójico porque me lo recordaron los mismos rateros que me habían hecho olvidarlo. Hace pocos días me tropecé con la noticia de que candidatos chavistas al fraude electoral de diciembre compran votos con mortadela. Así, impúdicamente, como una vieja puta que muestra sus carnes ajadas para atraer un cliente al que esquilmarle algo para comer, estos cerdos nuestros han ido a caseríos y barrios a repartir mortadela a cambio de votos. No entiendo bien la necesidad de este comercio, es innecesario: en este momento, a tres meses del fraude, cualquiera puede dar los resultados.

            Tal vez solo se trate de que el chavismo no puede evitar mostrar su inclinación charcutera. Ese rebanar algo y repartirlo en lonjas cada vez más delgadas hasta que no queda nada, esas machas de matarife en el delantal del carnicero, negociar la carne y la sangre. A fin de cuentas su máximo líder es un fiambre podrido. Esos empaques deberían ser marca la Mortadela Galáctica.

Máscaras

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Imagen: artículo.mercadolibre.cl/

 

Definition of masquerade

1a: A social gathering of persons wearing masks and often fantastic costumes

Merriam-Webster Dictionary

 

En algún lugar leí que el camuflaje que usan los militares de día no es muy útil, es una forma de darse valor más que un medio real de evitar al enemigo –me sorprendo al darme cuenta de cuán femenino puede ser el ritual militar: maquillarse/camuflarse para imbuirse de valor, usar vistosas piezas de color en la ropa para llamar la atención o desfilar cual misses, y me río porque de joven deseé fervientemente ser militar–. Esto lo recordé hace pocos días cuando vi a un soldado en Venezuela usando una mascarilla quirúrgica por el covid-19. Un soldado de la Guardia Nacional, esa quimera militar que nunca ha sabido si es una policía o un cuerpo del ejército, pero que mata y reprime mientras decide.

Puede ser un consuelo, pero me pareció que ese hombre estaba tan o más a la intemperie que yo, que no llevaba nada, porque su miedo le obligaba a cubrirse la cara; no porque fuese a matar o a robar porque a fin de cuentas en este país solo un grupo roba y mata enmascarado y no son los militares, pero ya escribiré sobre ellos. Tal vez estoy estúpidamente equivocado y el soldado solo llevaba la mascarilla porque algún sargento cerril se lo había ordenado. Sea una u otra razón, en un país que no puede proveer agua potable a sus habitantes o en el que el jabón y el alcohol pueden costar varias semanas de sueldo, las mascarillas son como ese camuflaje con el que se pintarrajean los soldados de día para no sentir miedo.

Otros también llevan mascarillas estos días. Entre los que lo hacen destacan los colectores de autobús, esa peculiar muestra de la especialización del trabajo que se produce en Venezuela –quiero creer que también en otras partes del mundo, o al menos de Latinoamérica, para no sentirme tan ajeno a la modernidad– y que encarna un hombre o una mujer que, al tiempo que grita las paradas, recolecta el pasaje y empuja a los pasajeros, viaja encaramado en el último centímetro de la puerta del bus.

¿Podrá existir un mejor vector para el covid-19 que un colector de autobús? Con alguna conciencia de su potencial como el aedes del covid-19 (entre otras plagas), los miembros del gremio de colectores han decidido usar mascarillas y guantes, a veces de elaboración artesanal, junto con gorras –aunque creo que han dejado en casa el trapo que suelen usar, sujeto con clips, para no manchar más el cuello de sus camisas percudidas–, pero aun más; se han erigido como guardias nacionales ad hoc que deciden si los pasajeros pueden usar o no el transporte (qué burla tan cruel es ver cómo ejercen poder los que están al final de la cadena alimentaria de una sociedad).

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Imagen: abc.es/internacional/

Pero entre los grupos que usan máscaras estos días ninguno es tan elocuente como el de los miembros de esa banda de asesinos llamada FAES. No llevan mascarillas quirúrgicas sino pañuelos con calaveras impresas –solo los apartan cuando entran a los negocios a extorsionar en medio de las colas de gente que compran algo para guarecerse de la cuarentena–. Aunque debo corregirme: no llevan máscaras solo estos días, las usan desde que comenzaron a infectar a la sociedad como un patógeno chavista hace más de tres años.

Los incautos que salen a comprar comida o a trabajar para comprar comida usan máscaras para no sentir miedo; los asesinos las usan para que nosotros sintamos miedo. Supongo que esa es la definición de virus.

Coronel Coraje

Colonel Courage at the grounds

Imagen: hiveminer.com/

He’ll fight for freedom wherever there is trouble, G.I. Joe is there!

 

Fui un niño privilegiado. Tuve juguetes que ninguno de mis vecinos tuvo y que a la mayoría de mis compañeritos de escuela les parecían objetos de otra civilización. El privilegio fue doble, tenerlos y, más importante aún, poder jugar con ellos: en armar esa burbuja, hecha de juguetes, en la que me escondí hasta bien entrada la adolescencia. Así, si dejo de lado los libros, los objetos de mi infancia fueron legos, modelos a escala (con toda la parafernalia de pegas, pinturas, cutters y demás), carritos y muñecos. Solo años después aprendería a llamar a estos últimos action figures, precisamente en el momento en el que dejé de ser un niño. Como tal, como niño, no aprecié en toda su magnitud este privilegio y me atreví a quejarme porque en mi Toys “R” Us personal no había G.I. Joe. Luego, por la brecha generacional, le tocó a mi hermano menor tenerlos. Siempre lo envidié por eso. Con frecuencia jugaba –no tan escondido como debía– con ellos, mi favorito era uno llamado Big Ben, un soldado británico del SAS.

Años después, terminé de ser un niño definitivamente, cuando miré esos juguetes –y las comiquitas– con la teoría crítica, ya saben: algo de Adorno por aquí, un poquito del indigesto Marcuse por allá, y me percaté de la estafa intelectual que era la guerra que los G.I. Joe fingían pelear contra el Comandante Cobra: es la única guerra en la que no muere nadie.

Colonel Courage

Imagen: theangryspider.com/

Obvio: en un programa para niños, derivado a su vez de juguetes –supuestamente para niños pequeños y no para manganzones con acné como yo–, no podía haber muertos o soldados desmembrados como los que los guasones de Adult Swin muestran, manipulando con stop motion, los mismos muñequitos con los que yo jugaba en vez de estar buscando novia.

Esa estulticia de considerar a la guerra como un juego de niños pendejos está muy presente hoy en Venezuela. Como respuesta a la frustración que genera nuestra incapacidad para derrocar la dictadura chavista, una parte de la sociedad, esa que se aglutina en una derecha wannabe, ha asumido el mismo infantilismo –sobre el que volveré al final– de las comiquitas de mis tardes felices, la misma creencia de que las guerras las pelean unos tipos buenos contra unos tipos malos de voz ridícula, o más aun; de que las pelean unos juguetes de plástico o unos dibujos en la televisión. Eso, junto a un liberalismo primitivo, es la ideología de un sector de la sociedad que pretende, gritando desde twitter, forzar una intervención militar que derroque a la narco/genocida/maluca/cruel/malvada dictadura chavista y luego erigir un país sobre las ruinas que quedarán.

Los nombres de los G.I. Joe reflejan como nada el hecho de que están dirigidos a niños: Duke, Rock n’ Roll, Wild Bill, Sneak Eyes, Sgt. Slaughter, Cover Girl, etc.; pero  además muestran un rasgo por antonomasia del militarismo: el lenguaje mutilado que se expresa en monosílabos con frecuencia formados por acrónimos.

También, y esto para mí fue un hallazgo divertido, sirven para describir al calco a esa derecha wannabe venezolana, que ya mencioné, y sobre la que he escrito una o dos entradas en este diario, inconscientemente vinculándolas con juguetes y videojuegos –su infantilismo es su rasgo más acuciante y trágico–, porque uno de los G.I. Joe se llama; adivinen cómo: ¡Coronel Coraje!, no es broma; los soldados –de plástico– que estarán ahí para pelear por la libertad donde quiera que haya problemas tienen un oficial que se llama Coraje, mientras que nuestra derecha aspiracional –aspira a ser Bolsonaro, Trump, Vox, o como el Malvado Ming– tiene una Ruta –no faltaba más– del coraje. Ahora sí podemos ir a jugar mientras vemos comiquitas.

Sin gringos no hay coraje

MCM

Imagen: Primicia24

Ich laß mir den Krieg von euch nicht madig machen. Es heißt, er vertilgt die Schwachen, aber sie sind auch hin im Frieden. Nur, der Krieg nährt seine Leut besser.

Bertolt Brecht. Mutter Courage und ihre Kinder

 

El melodrama es el episteme de la política latinoamericana. De ahí que nada de Esquilo, Sófocles o Eurípides para entender el discurso político sino Delia Fiallo. Constato lo anterior con el eslogan de María Corina Machado: «la ruta del coraje» –que quedaría muy bien en un afiche electoral de fondo azul y con ella vistiendo una camisa de blanco óptico y sonrisa Colgate o cara de estreñimiento: a fin de cuentas está caminando la ruta del coraje–, una apelación pseudo épica a la nada porque no hay forma de convertir ese eslogan en acción política, de hecho, al mezclarse con el otro mantra, el «no podemos solos»; el resultado es la más inamovible desmovilización de la sociedad: la telenovela en medio de la dictadura.

El drama está en que la derecha wannabe venezolana –esa que usa una pátina de liberalismo para disimular su tufo a rancio fascismo impostado–, y que Machado parece aglutinar a su alrededor de forma interesada, es profundamente cobarde y además no cuenta con apoyo político a no ser que por apoyo político entienda el espejismo de los retwitts y likes de las redes sociales –parte importante de la alucinación es creer que puede obligarse a los Estados Unidos a mandar sus tropas por medio de twitter–. Por eso chapotea en la quimera de aspirar a que militares extranjeros desalojen al chavismo y faciliten –o la instalen directamente– su llegada al poder. Para nuestros ur-fascistas los militares foráneos –en realidad marines estadounidenses– son un oscuro objeto del deseo que deben pelear por nuestra libertad mientras ellos miran por redes sociales.

Ese es el ruido molesto que nuestros aspirantes a fachos hacen en el espacio virtual –no en la calle–: pidamos la invasión como se pide una pizza, dándole a un par de botones en una pantalla y sentémonos a esperar, luego limpiemos al país de izquierdistas –en su abismal ignorancia (bueno: la derecha siempre ha sido bruta) nuestros fanáticos de Vox no distinguen entre comunistas, socialdemócratas, socioliberales, socialcristianos o liberales: en el colmo leía hace unos días a un guerrero del teclado explicar muy orondo que el nazismo era el socialismo de derecha mientras que el comunismo era el socialismo de izquierda…–, pongamos un Starbucks en cada esquina y seamos felices por siempre jamás en nuestro Miami de utilería.

Call

Imagen: humblebundle.com

Esa cobardía se apoya en otro relato infantil: el equiparar la situación venezolana con la Segunda Guerra Mundial. Es como si la mente de esta falsa élite conservadora, intoxicada por horas tras las pantallas de un celular, creyese que puede transformar Rescatando al soldado Ryan en el nuevo relato nacional, ese que se necesita desesperadamente hoy para derrocar a la tiranía pero aún más en la transición.

Así, todo lo que sucede en el país ha sido traducido, no a sesudas categorías politológicas o históricas, sino a Call of Duty, veamos. El chavismo es el nazismo, la parte de la sociedad que piensa como nuestros fanáticos de Bolsonaro –solo ella– son los judíos, Estados Unidos y creo que Brasil y Colombia son los aliados (Machado acaba de pergeñar una de sus frases épicamente vacías y los llamó Coalición Internacional Liberadora), la dirigencia opositora aglutinada alrededor de Guaidó son los colaboracionistas, y ellos, los así llamados libertarios –aunque en redes sociales prefieren la pendejada de llamarse repúblicos–, el nuevo reservorio inagotable de moral; son los maquis, la resistencia. ¿Se ve lo fácil que es ser un ideólogo de la derecha kitsch venezolana hoy en día?

La impostura es una burla cruel. Basta leer a Irène Némirovsky o a Patrick Modiano para advertir que la élite francesa de derecha apoyó la ocupación (así como una buena parte de esta vociferante derecha nuestra, adlátere de Trump, no tuvo problema en convivir con el chavismo durante la pax de Cadivi y fue amansada con carros chinos, dólares baratos y demás teteros de petróleo) y que la resistencia francesa estaba formada mayormente por comunistas, pero además esos guerrilleros hacían algo: saboteaban líneas de tren, escondían armas, atacaban a los alemanes. Pero, ¿qué hacen nuestros resistentes/repúblicos/libertarios/libertadonada/Guaidóhaters? Twittean. Algunos pocos se inmolaron inútilmente en 2017 o 2014 en esa otra fantasía trágica que fue pretender derrocar al chavismo emulando a los Avengers, muchos más instrumentalizan cínicamente ese sacrificio sin siquiera haber estado en el país o sin haberse atrevido a marchar esos aciagos días, pero hoy; en el momento cumbre a decir de los escribidores de telenovelas, nuestros fachos solo twittean.

Ellos, los fanáticos de las amas, de las invasiones, ni siquiera tienen el valor de pararse frente a los centros de tortura y enarbolar un pedazo de papel con los nombres de los presos, pero los cobardes traidores somos nosotros, los que no queremos cambiar una dictadura por otra, no ellos; que solo tendrán coraje si algún día los gringos se dignan venir.

Un cambur

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Imagen: abc de la semana

Frutas, ¿quién quiere comprarme frutas?

Óscar D’ León

 

No hay nada más relajante para mí que ver DW en español, tal vez es su estética bauhaus en azul y blanco, tal vez es la elegante pronunciación del español de sus presentadoras. Como sea, ver ese canal es como ver un maratón de vídeos ASMR. Así, disfrutando crapulosamente de mi vicio me tropecé hace unos días con un documental sobre las repúblicas bananeras (puede ser visto en este enlace: https://www.dw.com/es/sobre-las-bananas-y-las-rep%C3%BAblicas/av-49606649). Como se sabe, desde finales del siglo XIX las compañías bananeras estadounidenses, con la United Fruit Company a la cabeza, instalaron el capitalismo más salvaje desde Colombia hasta Guatemala; aunque visto de cerca parecía el feudalismo más salvaje. Al inicio y al final de ese corredor geográfico están Venezuela y México con sus economías petroleras.

Por un momento –recuerden el estado beatífico al que me llevan las ondas alemanas– no encuadraba a Venezuela como una economía bananera, sin embargo las imágenes de las plantaciones bananeras centroamericanas son idénticas a las de los campos petroleros, al menos de los venezolanos, hasta mediados del siglo XX; tienen en común la economía de enclave, la segregación y la estratificación. Más aun, en un sentido profundamente simbólico la economía venezolana, de nuestra entrañable Costaguana, es bananera. Veamos.

Una forma de resumir el sistema político que rigió entre 1958 y 1998 es explicar que se trataba de una guanábana que repartía cambures. Leo lo anterior y me doy cuenta de lo folclóricamente críptico que es el sistema político venezolano, lo que me obliga a una breve traducción para mis exiguos lectores no venezolanos, o venezolanos millenials –que tampoco son muchos–: la guanábana, esa pulposa fruta verde por fuera y blanca por dentro, es la descripción del bipartidismo que, formado por el partido socialdemócrata AD, cuya enseña es de color blanco y el social cristiano COPEI, cuyo color es el verde, rigió en Venezuela entre 1973 y 1993 (aunque a buena parte de la misma población que votaba por ellos como zombis luego se le olvidó a partir de 1998); mientras que un cambur es sinónimo de cargo público, de canonjía transada por apoyo político casi siempre representado en el voto. Lo curioso en este léxico político que refleja tan bien nuestras maneras rurales, que nunca perdimos a pesar de nuestra trepidante urbanización, es que estos trasegados empleos públicos nunca fueron clasificados con una taxonomía frutal, vale decir; como el barril de petróleo sin fondo nunca alcanzó para todos, los empleos que repartía la guanábana no eran de calidad, o al menos no lo eran todos: no es lo mismo un puesto de gerente en una empresa pública –aunque no se hable inglés, en realidad ni siquiera castellano– que uno de vigilante en la misma empresa. En ese sentido bastaba echar mano de la amplia familia del cambur para clasificar esos trabajos en: titiaros (una variedad de cambur pequeño), topocho (otra variedad pequeña que suele usarse sin madurar en la cocina), cambur manzano (una variedad también pequeña pero carnosa y con mucha fragancia que algunos asocian con la manzana) y un cavendish, según su importancia, el sueldo y/o la posibilidad de robar en él. Pero no: nos conformamos con venderle el voto al mejor postor sin quejarnos por las migajas, a fin de cuentas nada más noble que un venezolano que cambia su voto por un quince y último. De ahí a venderlo por una caja/bolsa de hambre en la que ni siquiera vienen frutas en conserva como las ideadas por la fase madurista de la dictadura chavista para mantener, junto a escuadrones de la muerte, el control social, había solo un paso o 20 años según se vea.

CAMPAÑA ELECTORAL DEL PRESIDENTE ENCARGADO DE VENEZUELA, NICOLÁS MADURO

Imagen: babalublog.com/

Volviendo sobre la dificultad de entender el lenguaje político venezolano imagino un sketch humorístico en la Casa Blanca en algún momento a finales del año pasado. He leído que a Trump le gustan los informes breves, casi lacónicos, de pocas frases, nada de explicaciones largas, de múltiples escenarios, no; todo resumido como en un tweet. Así, me imagino a Trump preguntándole a John Bolton antes de decidir apoyar a Guaidó:

–Ok dude: can you explain the situation in that hole of shit named Venezuela to me?

Mientras el pobre consejero de seguridad saca del maletín (ese mismo donde guarda el yellow pad con la frase 5000 troops to Colombia que no asustó nadita a Maduro, ni a los cubanos, ni a los rusos) una guanábana y un cambur –¿será fácil conseguir guanábanas en Washington DC?- mientas explica:

–Mr. President: In earlier times, before Chávez seized the power, the whole political system could be defined as this– Y le enseña la guanábana mientras Trump alza una ceja.

–A kind of crony capitalism machine that delivered one of these to everybody there– Continua y pone el cambur sobre la mesa de su jefe.

–But right now the degraded system looks more like this one– Y ahí saca del maletín un tomate piche cuidadosamente envuelto en una servilleta y lo pone junto a las otras dos frutas.

–From then on everybody there is searching for a new strongman who turns out the rotten tomato into a soursop again.

Trump mira con asco primero el tomate y luego al bigote de Bolton mientras dice:

–Bananas, Latin America, easy: a banana republic. I got it John. Ok: now let´s review again why you, crazy old man, say is a good idea to nuke Iran.

Mientras escribo esto leo que un brote de la enfermedad de Panamá proveniente probablemente de trabajadores migrantes venezolanos, que ya exterminó a la variedad gros michel marcando el final del sombrío dominio de las compañías bananeras estadounidenses en Centroamérica, está en la Guajira colombiana.

¿No podemos solos?

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Imagen: amazon.es

Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse.

Cormac McCarthy. Meridiano de sangre

A donde miro en Venezuela veo adultos infantilizados que asumen como real el universo pop de las películas de acción estadounidenses de los ochenta y noventa, con sus John Rambo, John Matrix, John McClane y demás Johns, eso, aderezado con la estética de los video juegos y la cobardía. Con toda seguridad no es un rasgo exclusivamente nuestro. De hecho tiene sentido que en este momento la sociedad pretenda volver a su infancia –si es que alguna vez la abandonó–, refugiarse en el tiempo en el nada es nuestra culpa y los padres todopoderosos salvan.

Hoy no estamos dispuestos a pelear de verdad por la libertad, siempre queremos tirar piedras, quemar algo, marchar con la cara pintada de bandera y twittear, pero llevar el deseo de libertad a su último estadio agónico, eso no. Derrocar al chavismo no tiene nada que ver, entre nosotros, con construir una transición, acuerdos de gobernabilidad  –que solo tienen sentido si incluyen a los más encarnizados oponentes–, reinstitucionalización, justicia transicional, ni nada semejante; tiene que ver con seals, black hawks, marines, el comando sur, portaaviones y toda la mierda que el peor cine hollywoodense nos ha embutido. Está bien: entre ser libres y hacer ruido, elegimos esto último, como tantas otras naciones hicieron en el pasado y harán  en el futuro. Pero no podemos decirnos eso a nosotros mismos, no podemos llamarnos cobardes ni siquiera en voz baja, no nosotros; los hijos de Bolívar.

Por ello es que desde hace al menos año y medio reeditamos esa tara de nuestro imaginario, la de culpar a otros por nuestro fracaso. Esta vez es la dirigencia opositora, la MUD, o la oposición chavista, no sé bien con cual zarandaja se le moteja en redes sociales. Esa abstracción es un vacío que llenamos con toda las frustraciones, a la que le ponemos rostros disímiles, ora Freddy Guevara, ora Julio Borges y a la que mientras más denostamos más empujamos hacia abajo, dentro de nosotros, nuestra cobardía.

El sábado 29 de julio de 2017 Henrique Capriles y Leopoldo López convocaron a manifestar contra el inminente fraude constituyente, los tweets de López, con los que se arriesgaba a volver a la cárcel, están ahí, no era una llamada más, era –o debió ser– la agonal, la definitiva, pero con la excepción de varias comunidades en los Andes que destruyeron material electoral ese día y el siguiente por lo que pagaron con cárcel y muerte, el país no atendió el llamado; ni siquiera nos paramos con una pancarta pendeja frente a los centros de votación el 30 de julio mientras el régimen fabricaba votos de humo.

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Entre enfrentar la cárcel y quedarnos en casa, fue obvia la elección, pero de nuevo no podíamos –no podemos aún– decírnoslo, así que inventamos la fábula alucinada de que la dirigencia opositora enfrió la calle: ¡Pero si la dirigencia opositora nos pidió desesperadamente que saliéramos a la calle!

Un año y medio después, nuestro infantilismo cobarde encontró un fetiche que usa con fruición: una invasión estadounidense. Esta quimera se acopla muy bien con una sociedad que no desea ser libre porque no tiene la la más mínima intención de ganarse esa libertad, porque aunque no podamos decírnoslo, lo cierto es que el chavismo ya no es popular porque se acabó la renta no porque nos haya hecho esclavos; el chavismo alcanzó el poder porque prometía quitarnos la libertad pero repartir mejor el tetero de petróleo, el chavismo fue sostenido por la mayor parte de la sociedad cuando hacía años que ya no teníamos libertad pero aún quedaban dólares Cadivi.

Hoy queremos que militares estadounidenses –en nuestra insondable estupidez los imaginamos como unos G.I. Joe buena gente que nos van devolver a 1998, esa arcadia en la que el chavismo no existía, solo con un par de misilazos sobre Miraflores– peleen por nuestro sucedáneo de libertad, así, sin vergüenza, impúdicamente, de bravo pueblo, de libertadores de América y demás pendejadas, nos convertimos en adoradores de mercenarios, que para eso tenemos petróleo, para pagarles dos y hasta tres veces. Por eso somos tan cobardes como para insultar a Guaidó.

 

La piñata

 

WP_20181226_18_14_05_ProDaledaledale, no pierdas el tino – Ya le diste uno, ya le diste dos.

Payasitas Ni Fu Ni Fa – Palo Pa’ La Piñata

 

La piñata es uno de nuestros fetiches, no solemos admitirlo entre venezolanos, pero ese armatoste de cartón y papel crêpe es uno de nuestros símbolos más definitivos, sobre todo en nuestra relación con lo público, de ahí que por extensión entendamos la política como una orgía de repartición, la rebatiña.

Eso fue lo que el chavismo exacerbó; nuestra certeza de que vivir junto a otros es como ir a una fiesta de cumpleaños en la que debemos hacernos con el mejor pedazo de torta, de gelatina, con más refresco, y, cómo no; con los mejores juguetes de la piñata. En una de las primeras –y más indelebles– formas de educación, nuestros padres nos instruyen:

—Ya sabes: no seas gafo muchacho y agarra bastantes juguetes. Métete de cabeza en esa piñata.

Por eso tiendo a pensar que en vez de predadores de lo público, en realidad somos adultos pendejos que vivimos constantemente como en una fiesta de cumpleaños haciéndonos con un botín de quincallería. Bueno solo los pendejos.

Porque lo otro que aprendemos en torno a una piñata es que la sociedad está regida por una férrea estratificación social. Así, están los niños torpes –los que de adultos no tendrán cómo sacar una tarjeta de crédito para raspar cupos– a los que les toca la perinola rota y están los vivos a los que los toca –agarran– el carrito o el soldadito de plástico. La diferencia está en el arrojo con que el futuro vivo se zambulla en el marasmo de niños sudados y logre asir con sus pegajosos dedos manchados de amarillo lo mejor de la piñata que ha terminado rompiendo un adulto.

¿Pueden ver la imagen? ¿La de un papá rasgando violentamente el cartón de la piñata y dirigiendo el torrente de juguetes hacia donde está su hijo? Bien: eso fue Hugo Chávez.

A algunos la piñata les arrojó contratos, cargos o jugosas porciones de los mercados del narco y el contrabando, a otros les tocó una casita o un obsoleto carro iraní hecho en Venezuela, mientras que a otros solo algo de comida en Mercal.

Hasta que pasó lo que nadie nunca creyó posible –a fin de cuentas qué venezolano asume que su país siempre ha sido desesperanzadoramente  pobre–: se vació la piñata, bueno, para algunos, porque para otros siempre hay, o les tocó tanto que es imposible que se lo gasten todo en varias vidas, por eso lo que se robaron solo puede expresarse en puntos del PIB, no en pendejos millones. Para los primeros solo quedan simulacros en los que el chavismo reparte los restos rotos del cartón de la piñata –cuando no balas– en forma de trozos de pernil o de verdaderos y baratos juguetes de piñata para los hijos de los muertos de hambre –literalmente– que aún esperan que vuelva una buena fiesta.

Traumas/Träume

Hopper

Edward Hopper, Excursion into philosophy, 1959

 

Me reía por lo bajo de mi mismo, con una lucidez alegre, conforme iba descubriendo los tópicos, las trampas abstractas y literarias de mi vigilia poblada de sueños. No podía dormir.

Jorge Semprún. El largo viaje

 

En alemán soñar se escribe träumen, obviamente para un hablante de español la palabra –incluso con el umlaut– remite a trauma; por eso cuando cierta jovencita se despide de mi deseándome süße Träume tiendo a pensar que no me quiere como dice porque me envía pesadillas. El juego de palabras viene a cuento porque, que recuerde, anoche tuve mi primera pesadilla chavista. Sé perfectamente que no recordamos la mayor parte de lo que soñamos y parece muy raro que en 20 años este sea mi primer trauma onírico causado por el chavismo, pero ahora mismo no puedo recordar otro, ni siquiera en 2014 o el año pasado. Durante varias semanas de las últimas dos fechas me iba a la cama muy tarde, con los ojos irritados, llorosos, luego de horas de teclear y de leer los partes de la guerra florida que se libraba contra la dictadura; pero recuerdo dormir siempre como un bendito para reiniciar la ordalía al día siguiente.

En mi pesadilla hacía fila. Nada más. Exactamente igual a como hago casi a diario: esperando un autobús, por comida o efectivo, por nada. A donde miraba había otras colas, en todas direcciones, saliendo y entrando de puertas sobre aceras y calles. Solo tenía la sensación de que la mía era diferente porque quienes la hacíamos sabíamos que estábamos condenados a hacerlas. Había una fila –o dos– de chavistas, que alegres, esperaban comida, pero ellos no sabían que estaban condenados.

Salvo por esa certeza de saber, nada era distinto a la realidad, el calor, la sensación de que el tiempo se me escapa mientras espero la nada, saber que solo interrumpiría la cola un rato mientras como y duermo, pero que mi lugar en ella me estaría esperando al día siguiente; todo estaba ahí. Pensándolo bien: saber que la dictadura me tiene preso en una fila tampoco era muy onírico. La verdad es que últimamente no sé distinguir siempre qué es real.

Lentejas

hambre

Imagen: @NTN24ve

 

Compartimos en un restaurante muy sabroso (…) disfrutando con él (Salt Bae).

 Maduro

 

Un personaje de Almudena Grandes en Malena es nombre de tango cuenta que odia las lentejas, su sabor ácido le recuerda la derrota de la guerra civil española porque fueron lo último que se acabó en Madrid durante el cerco de los nacionales. Luego vendría más hambre, más muerte, durante años. Esto me lo hace recordar los paquetes de lentejas que vienen en las cajas y bolsas con las que el chavismo reparte el hambre al tiempo que se lucra en Venezuela. Eso y leer que una mujer en Delta Amacuro solo ha comido lentejas durante la mayor parte de este año. Su marido está preso en Trinidad por inmigrante ilegal.

Sé que hoy para algunos las lentejas son el sabor del hambre, de la guerra clandestina, mientras que para otros es el de las sardinas, el de la pasta turca o el de la harina mexicana de las bolsas de la miseria. Creo que para otros es un sabor imaginario: el de aquello que adoraban comer y ya no pueden. Otros solo tienen hambre: paradójicamente atrapados en la sensación más totalizante no hacen muchas elaboraciones sensoriales. Supongo que en el fondo escribir esto me delata como hipócrita porque puedo hacer elucubraciones intelectuales sobre el hambre, así que estoy bien comido.

No sé cuál es mi sabor del hambre –un caro lujo–, no he definido ese oxímoron porque desde hace meses la comida no tiene el sabor que solía, sin embargo tengo suerte –la suerte que cabe tener aquí–, las lentejas no son mi única fuente de proteínas, solo un recordatorio de que tal vez eso pase; obligándome a huir. También son un recordatorio del asedio y de que al final este puede saldarse con una terrible derrota.

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