God will not have his work made manifest by cowards. Always, always, always, always, always do what you are afraid to do. Do the thing you fear and the death of fear is certain. Ralph Waldo Emerson
Escribo este artículo como un antiácido. Espero funcione o tendré una tronera en el estómago.
La primera vez que me topé con el concepto de hibridez aplicado a las ciencias sociales fue en el libro de García Canclini Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, esa suerte de biblia de todos los departamentos de ciencias sociales de América Latina hace unos 20 años.
Por alguna especie de conexión defectuosa mi cerebro vincula el concepto de hibridez con la acidez. Así era hasta hace poco, cuando la acidez de la hibridez dejó de ser solo sinestesia y pasó a ser algo menos imaginario.
En el último par de semanas un analista —aunque aquí peca más bien de ser un comentarista de twitter— expuso su idea de que Venezuela sufre una guerra híbrida. En pocos días las redes sociales ampliaron el alcance de esta peregrina idea. Los académicos encontraron una frase sobre la cual perorar y citar y volver a perorar, los portales hallaron un filón para aumentar el tráfico y nuestra derecha wannabe salivó porque alguien que no parece un loco chiflado le dio algo de legitimidad a una de sus más caras fantasías.
Porque lo cierto es que la idea no es novedosa, tiene un buen rato siendo macerada por estos lares. Primero fue uno de los mantras del chavismo para militarizar aún más a la sociedad al tiempo que destruían la democracia bajo la tutela cubana.
Pendejadas como la guerra híbrida, la guerra de cuarta generación o la guerra asimétrica le ofrecieron al régimen una coartada para hacerse más salvaje. La idea es un refrito tercermundista de vieja data: los malvados Estados Unidos son la potencia militar más poderosa del mundo, pero pueden ser derrotados si se les arrastra a una guerra asimétrica. Vietnam era la prueba. Cada viejito famélico y desdentado disfrazado de miliciano en Venezuela es un producto directo de esta alucinación.
La otra forma en la que el chavismo instrumentalizó el concepto de guerra híbrida fue usándola para describir la presión que los Estados Unidos bajo Bush hijo primero, y Obama después, ejercían a veces cuando se acordaban de Venezuela. Con esa excusa más de un perro de la guerra les vendió a esos cerdos nuestros llamados militares algo de chatarra.
Pero la paradoja es que el mismo concepto ha sido usado con fruición por esa derecha nuestra, la misma que admira a Pinochet, cuya fantasía húmeda más recurrente es una invasión militar estadounidense que instale en el poder ya no a María Corina —los traicionó cuando ordenó a sus diputados apoyar la continuidad de la Asamblea Nacional, es decir: apoyar al mismísimo Guaidó, en enero de este año— sino a algún simio fascista que no tiene nombre aún.
Antes, ya algunos círculos académicos, y otros no tanto, habían encontrado en la guerra híbrida un fetiche para, primero, explicarse el fracaso en derrotar el chavismo y luego para justificar la inacción que propone esa misma derecha wannabe nuestra. Una de mis clases de postgrado —sí: las universidades venezolanas aún existen y dictan clases— se pasó 12 semanas masticando la idea de que como Venezuela padece una guerra híbrida la única forma de resistencia contra la dictadura chavista es tuitear pidiendo que vengan los GI Joe. La verdad sea dicha: nuestra charla siguió las normas APA en todo momento.Fueron semanas de desmenuzar a Michael Walzer y su libro Guerras justas e injustas a medida que se le erigía en una suerte de mesías que había explicado por fin la realidad venezolana al mismo tiempo que describía el remedio infalible para derrocar el chavismo. El problema era que justo en su momento de máxima presión, la administración Trump no estaba convencida de que librar una guerra en Venezuela fuese algo que valiese la pena —por cierto: el record de los Estados Unidos peleando guerras híbridas no es muy buen que digamos—. La única guerra justa que Trump quería ganar usando a Venezuela era la guerra electoral en Florida en noviembre de 2020. Me temo que sobre esa guerra Walzer no decía nada.
Una de mis películas más entrañables es La guerra de los botones (la versión de Yves Robert) basada en el libro de Louis Pegaud. Creo que se debe a que varios de los niños que actuaron en ella no eran profesionales, así que mucho de la película consistió en filmar a unos niños mientras juegan. Pero además por la metáfora de mostrar cómo los asuntos de vida o muerte de los adultos en realidad son juegos de niños.
En la película es divertido ver la seriedad con la que esos mocosos imitan a los adultos en una de sus locuras más destructivas. El problema de la estupidez de la guerra híbrida es que esta vez se trata de adultos que se comportan como niños cobardes ante un dilema que no es un juego.
Porque pese a la forma cruel con la que la dictadura chavista mata y ha matado en Venezuela, aquí no hay una guerra; ni híbrida, ni mezclada, ni batida. Esto no es Yemen o Siria, mucho menos Ucrania, ni siquiera Yugoslavia en los noventa del siglo pasado. Por escribir esta pendejada no dormiré en la cárcel hoy. Esta noche no serán violadas en masa millones de mujeres venezolanas ni los hospitales serán bombardeados con bombas de barril.
Pese a su poder, a los mercenarios rusos o la tecnología de vigilancia china, el chavismo sería derrotado si todos los que sufrimos la humillación de pasar hambre lo enfrentáramos, no disfrazados de los Avengers como en 2014 o 2017, sino con la misma valentía e inteligencia con los que Europa oriental echó al totalitarismo comunista. Pero eso es mucho pedirle a una sociedad que en realidad no quiere ser libre porque es profundamente cobarde. Por eso elige irse o tuitear.
Llamar a esto guerra híbrida sirve para ser popular un rato en la red, pero no es otra cosa que una más o menos inteligente excusa cobarde para no hacer nada salvo esperar que Trump gané en 2024 y ahora sí venga y desate su fuego y furia sobre la abominación comunista.
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